"La amiga estupenda" de Elena Ferrante
Siempre he deseado tener una amiga del alma. Y no lo he conseguido, al menos hasta ahora. No culpo a nadie. Salvo a mí, que debí haber mostrado más dedicación en ello, más empeño y perseverancia. Pero he preferido navegar sola que detenerme o ir más despacio. Me ocurre como a Elizabeth Bennet, en esa escena en la mansión de Lady Catherine De Bourgh cuando está tocando el piano acompañada del coronel Fitzwilliam y se acerca Darcy a escucharla. Ella afronta su mirada con valentía (ah, la valentía de Lizzy, cuanto la envidio) y no se arredra ante la actitud de él. Reconoce, sencillamente, que si no toca mejor es porque no ha practicado lo suficiente y no porque tenga menos cualidades que otras personas. Lo que ella no sabe entonces y nosotros, los lectores, intuimos, es que Darcy considera que ella toca de fábula, porque, enamorado como está sin remedio, actúa como todos los hombres enamorados, ensalzando a su amada hasta el límite. Tal y como eres, diría Darcy si fuera Mark y apareciera en "El Diario de Bridget Jones".
Entre paréntesis, también envidio este "tal y como eres", pero esa, como escribió Michael Ende ("La historia interminable", el libro a dos colores que desapareció misteriosamente un día de mi escritorio), es otra historia y ha de ser contada en otra ocasión. La seguridad en sí misma de Elizabeth es una prueba de dignidad, una muestra de que mostrarse tal y como uno es no puede ser motivo de vergüenza ni de retraimiento. Antes bien, sucede todo lo contrario, es cosa leal con la persona a la que debemos más lealtad: nosotros mismos.
Siempre he deseado tener una amiga del alma. Como lo son Lenù y Lila, las dos mujeres que en el entorno social inhóspito en el que se desenvuelven construyen una relación única en la que ambas crecen rodeadas, como dice la propia contraportada del libro, "de un coro de voces que dan cuerpo a su historia y nos muestran la realidad de un barrio pobre, habitado por gente humilde que acata sin rechistar la ley del más fuerte". No es realismo social lo que leemos, nos advierten (si lo fuera, yo no lo leería), sino vida exacta y pertinente de personas normales, con vivencias y sentimientos, gente corriente, que diría Robert Redford en su desafortunado debut como director, "que nos intrigan y nos deslumbran por la fuerza y la urgencia de sus emociones".
Entiendo bien la fuerza de las emociones y aún más la urgencia de las mismas. Mis propias emociones navegan entre ambas. Son, a veces, un barco a la deriva. Primero sentirlas, luego esconderlas. Eterna singladura. Mar en calma o zozobra, qué más da. La fuerza y la urgencia. Desbordadas las emociones, conducidas con mano inexperta a veces y con esa necesidad casi física de que se asomen, de que se vislumbren, de que tomen vida, es la sensatez de Elinor Daswood la que tiene que poner orden en la sala, aunque Elinor, ya lo sabemos las lectoras austenianas, guardaba para sí a Edward Ferrars, el único hombre que logró llegar a su corazón. Hacer literatura de la emoción es una de las experiencias que la vida nos brinda, aunque hay quien sugiere guardarla en cofre de cristal, para que allí se pudra y se convierta en cenizas. Demasiadas cenizas hay a nuestro alrededor para condenar también lo que sentimos.
¿Qué diferencias hay entre lo que se vive y lo que se escribe? Esta es la pregunta que contesta Ferrante en este libro. Apenas nada. La realidad existe y la vivencia también. Pero hay una distancia palpable entre eso y la escritura. Llega un momento, sin embargo, en que ambas se van acercando, en que se produce el estallido que convierte tu literatura en reflejo de la vida y tu vida en fuente de inspiración literaria. Como dice la autora "solo cuando la historia se acopla a nosotros como un guante, ha llegado el momento de contarla". Esta historia mereció ser contada.
Nadie sabe quién es Elena Ferrante. Sus editores guardan el secreto. Se sospecha que pueda ser un hombre, hay quien afirma que son varios, otros ratifican su condición de mujer, por su "voz literaria tan femenina". Ella, o él, expresa en sus entrevistas escritas, que eso da lo mismo, que los libros hablan por sí solos y que ellos han de ser el espejo, han de ser el motivo, la razón. Que la imagen del autor tiene que desdibujarse para que sus personajes resplandezcas y así, en la saga "Dos amigas" de la que esta novela es la primera, Lenù y Lila aparecen como las protagonistas indiscutibles. Con todo ese conjunto imposible de obviar de secundarios que, al estilo de Agatha Christie (deliciosa en la gran escritora de crímenes la enumeración de personajes de la primera página en su "orden alfabético convencional") se reflejan en un listado casi académico al principio del libro.
Ahí están la familia Cerullo, la familia Greco, la familia Carracci, la familia Peluso, la familia Cappuccio, la familia Sarratore, la familia Scanio, la familia Solara, la familia Spagnuolo, Gino (el hijo del farmacéutico) y los maestros, Ferraro, La Oliviero, Grace, La Galiani y la prima de la maestra Oliviero, Nella Incardo. Nombres encantadores, árboles genealógicos que nos muestran a carpinteros, ferroviarios que son poetas, viudas locas, verduleros, pasteleros, zapateros o conserjes...
En el inicio, un párrafo del "Fausto" de Goethe, del que entresaco una frase, de la que doy fe: "El hombre es demasiado propenso a adormecerse". Y el tiempo nunca vuelve. Ni se detiene. Avanza imparable, como las olas se mecen en la playa y, cuando se retrae la bajamar, el agua ya nunca es la misma. Es ahora o es nunca. No hay mañana.
Contra el adormecimiento de la mente y el espíritu (si es que ambos no son la misma cosa o las dos caras de una misma moneda) Elena Ferrante ha diseñado una estructura literaria que, teniendo a Nápoles como epicentro, y a un puñado de ciudadanos como elementos sustanciales, genera ondas en el agua, olas en el mar y movimientos en los corazones, al compás de una narración de la que emerge lo bueno y lo malo, a la par, a la misma par que lo encontramos en nuestras vidas. Porque es vida y no otra cosa lo que aquí se describe.
Siempre he deseado tener una amiga del alma. A falta de ella están los libros. Los he leído hasta encontrar todas las preguntas. Sin respuestas. No pueden contestarte, pero tampoco terminan hartándose cuando das vueltas y vueltas a la noria de tus insatisfacciones.
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