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Amor en 140 caracteres

Él se llamaba Júpiter y tenía un pelo precioso. Se sentaba delante de ella en el instituto y siempre se quedaba admirada del incesante olor a buen champú que despedía su pelo. Era de un raro color castaño, como si un árbol hubiera florecido en otoño y se traspasara su color a todo el universo. Ella no se cansaba de mirarlo, a pesar de que solamente le veía la espalda, el nacimiento del cuello bajo la camisa y el pelo, ese pelo que se movía y se ondulaba cada vez que él se inclinaba a escribir o levantaba la mano para hacer una pregunta. Entre un millón de muchachos ella habría reconocido su pelo sin dudarlo, incluso sin verle la cara o sin oírle. 

Las amigas se reían de su devoción por aquel chico que parecía tenerlo todo. Era guapo, listo, alto, delgado y simpático. Su sonrisa estallaba a cada momento. Verlo reír era la gloria. Cuando se sentaba en un banco del recreo siempre había a su alrededor diez o doce muchachas y algunos chicos, que oían sin pestañear sus comentarios acerca de cualquier nimiedad que hubiera ocurrido en clase. Poseía la rara facultad de saber contar las cosas, al estilo de los poetas viejos, con la forma pausada y expresiva de un actor de teatro. Su voz era calmada, llena de matices, pronunciaba muy bien y solamente un leve acento delataba su origen: había nacido en Francia y vivido allí algunos años. Ese detalle también le favorecía. Era un punto de exotismo que todos apreciaban. Conocía cosas que los demás ignoraban y tenía más experiencia de la vida. En cuanto a las chicas, por ejemplo. Nadie le había oído nunca presumir pero todos consideraban que era imposible que no atesorara en su haber al menos cinco o seis novias o amigas íntimas. Era tan guapo que no podía pensarse otra cosa. 

Ella se olvidaba de sí misma cuando lo veía. Se sentaba en un lugar del patio un poco retirado y lo observaba a lo lejos. Él movía las manos con elegancia y las posaba en las rodillas como si fueran palomas mensajeras. Nunca levantaba la voz pero no hacía falta, todos callaban cuando él tenía cosas que contar, e incluso antes, en el silencio, si atisbaban el gesto de comentar su opinión parecía que poseía la vara que separaba las aguas del Jordán. Entonces se hacía en torno suyo un extraño silencio que se propagaba a una amplia zona del patio y llegaba hasta ella, hasta el lugar recóndito y en sombras en el que ella se sentaba a contemplarlo, con el disimulo de saber que él nunca se fijaría en una muchacha como ella. 

Así pasó todo un curso, el último que pasarían en aquel instituto. El año siguiente todos los alumnos se dispersarían. Ingresarían en la universidad y su vida cambiaría de inmediato. Ya no serían muchachos sino estudiantes que buscaban un futuro. El chico lo tenía decidido, quería ser médico y sus notas iban a permitírselo. Eran las mejores notas de la promoción y podían llevarlo directamente a la facultad de Medicina, el sueño de otros pocos que no iban a conseguirlo. Ella quería ser maestra. Soñaba con enseñar a los niños pequeños y con poner delante de sus ojos los libros con letras grandes y de colores que tanto la atraían. Libros que contenían historias. Historias que podían ser contadas. 

La noche de la graduación a él le llovieron los honores. El alumno con mejor expediente. El que dictó el discurso de despedida. El que se hizo más fotos. El que recibió más aplausos. El que tocó el violín (pues también era músico) y dejó en el aire una balada sublime. A la hora del baile, su carnet estaba completamente ocupado. Era imposible que en una noche pudiera bailar con todas las chicas que pretendían hacerlo. Así que tuvo que multiplicarse e incluso compartir pareja en algún baile. Pero lo hacía con gracia, sonriendo siempre, sin ostentación, de una forma encantadora. Era un triunfador nato. Un hombre de éxito. Alguien que nunca iba a pasar desapercibido, estuviera donde estuviera. 

Desde su banco favorito en la oscuridad, ella lo contemplaba. Llevaba esa noche un vestido rojo muy sencillo, y su pelo liso y peinado con naturalidad. Sin joyas y sin maquillajes, salvo ese leve toque de rubor en las mejillas y un lápiz labial de suave brillo, ella disfrutaba viéndolo triunfar. No tenía envidia, ni celos, ni rabia por sentirse tan alejada de él. No. No tenía nada más que un amor que rebosaba su corazón desde hacía tiempo y que no sabía cómo administrar. 

Al final de la noche, cuando todo aquello terminó, las luces se fueron apagando y los chicos marchándose. Ella volvía sola a casa, como siempre. Se había acostumbrado a esa soledad, la soledad era parte de sí misma, y el silencio. En un momento dado sintió miedo. No volvería a verlo. No tendría delante de sí su melena limpia y sedosa, no vería su cuello, no oiría su voz, no notaría el movimiento de sus manos, no lo contemplaría a lo lejos. Nada volvería a ser igual. Lo sabía. Así que echó una última mirada atrás. Lo encontró en la lejanía, rodeado de gente. Por un momento pareció que sus ojos se encontraban. Pero fue un espejismo. Ella se marchó sola y él nunca supo su nombre. 

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