La casa roja
(Maurice de Vlaminck. Museo de Bellas Artes de Houston)
Yo
quería dibujar una casa roja como esta. Con sus proporciones y sus distancias.
Con su estructura. Una casa para que no se cayera, para que no se derrumbara.
Una casa bien segura. Con paredes blancas y cuadros amables. Con gesticulantes
ventanas que se abrieran de par en par al sol. Con un tejado a dos aguas, o a
cuatro, qué más da, sin goteras, eso sí, y que se despejara con las nubes de
otoño y se quedara quieta ante el levante. Quería una casa sin ruido, una casa
apacible y cuyos sonidos fueran solo los más reconocibles, los del agua al
correr por el grifo, los de la olla exprés con su olor a cocido y los de la
música sin nombre y sin voces.
Esa
casa debería ser tan grande como fuera posible, para que nadie tuviera que
marcharse de ella en busca de otro cobijo más cómodo, para que todos los que en
ella eran se mostraran radiantes y sin preocupaciones añadidas a un día a día
bastante cotidiano, más cotidiano aún que de costumbre. En un rincón, el piano
esperaría sin vergüenza el momento de saltar al horizonte con su sinfonía
inacabada. Allí, en el alféizar de la cocina, un santo llenaría de olor a
perejil el estruendoso amanecer de los veranos. En el patio, cerca del arriate
de las rosas amarillas, un jazminero sin vergüenza por su pequeñez, se abriría
por las noches para presidir el sueño y llenar los cuencos de cristal de las
salas.
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