Cualquiera de los que fueron
(La Avenida de la Ópera. Camille Pissarro)
Mira el sereno bullicio que se vive en la ciudad. Ese tono dorado del asfalto. Ese tono dorado de los árboles y de los edificios. Mira la dulce quietud de los personajes. Parecen estar a punto de bailar un vals, el baile que inició los abrazos. Mira, al fondo, la imagen añorada de un edificio que todos admiran desde siempre. Mira la plenitud de la hora mediada del día. Mira el anhelo de pasear al aire libre. Míralo todo, obsérvalo, de igual forma que lo vio el pintor, que lo vieron sus ojos antes de trasladarlo al lienzo.
Ellos están ahí. Son algunos de esos personajes que se mueven sin vigilancia alguna. Son personas normales. No podrías reconocerlos a simple vista. Porque la felicidad tiene una imagen repetida que no llama la atención. Están ahí, se aman y son dichosos. Porque existe una forma de quererse que no hace daño. Porque existe una manera de encontrarse sin aristas. Porque todo existe si el corazón lo desea y lo expresa con gratitud.
Las buhardillas de pizarra anuncian la ciudad. Enhiestas y firmes, dan al paisaje su mejor seña. Son así desde siempre. Se alzan orgullosas y, desde abajo, es imposible verlas en toda su plenitud. Las farolas, aún apagadas, expresan la modernidad de este tiempo, captado como si un fotógrafo se hubiera situado sin quererlo, en medio de una promesa cumplida. En las fuentes, el agua vivaquea. Se mueve indecisa, se estanca y lanza sus rayos transparentes al compás del sol, que cae sin pedir permiso.
Las marquesinas están llenas de toldos, los negocios son prósperos, la vida está llena de oportunidades. Ellos, ahí abajo, en medio de la calle, son quizá trabajadores, pobres o acaudalados. En todo caso, se aman. Se lo han dicho todo. No se han llamado a engaño. Sus palabras han dado justo en ese lugar del corazón que recibe los besos. Son personas felices porque han hallado algo tras un largo camino. Y, lejos de volver la cara hacia otro lado, han agradecido lo que para ellos será una forma de vivir sin cortapisas. Abiertos a la vida y al sol dorado del mediodía en París.
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