Esa mujer
(Imagen: Cuadro de Tamara de Lempicka)
La encuentras cada día cuando recorres esa amplia avenida camino del trabajo. Es un camino transitado, en el que se oyen a todas horas el ruido de los coches, los gritos de los niños y la charla de los que frecuentan los bares que hay en derredor. Tanta gente cruza a todas horas y has tenido que fijarte en ella, te has fijado en ella sin remedio, no has podido dejar de hacerlo incluso, te ha llamado tanto la atención que has empezado a preguntar quién es, cómo se llama y por qué tiene ese aire tan triste y abatido.
No puedes preguntarle. Eso sería un atrevimiento. Un imposible. Así que lo descartas. No puedes preguntar. Sería una indiscreción imperdonable. Pero tus ojos la miran cada vez y deseas saber lo que le ocurre y quieres atisbar el sentimiento que hace que su gesto sea tan frío, que tenga las manos enlazadas alrededor de un bolso que parece sobrarle, que tenga el aire asustado de un pajarillo que ni siquiera tiene claro dónde posar las alas.
Esa mujer te llama. Te recuerda que guardas un secreto. Te interroga. Te recuerda que el silencio es tu mejor compañía. Quieres decirle, por eso, que si hay algo por lo que sufrir, tú ya lo sabes. Que conoces el nombre del dolor y el sonido del llanto y el sabor de las lágrimas. Quieres decirle cosas que has vivido y que vives cada día.
Entiendes, sin palabras, que esa mujer soporta el mismo peso que soportas tú. El de un amor que nunca, en ningún caso, podrá escribirse con palabras.
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