Madre



Tus libros y tus cosas. La blanca estantería. La ventana. Asomarse y retener el sol en las pupilas. Mirar el horizonte. Buscar, en la cartografía de la memoria, el paisaje perdido de la infancia; el pueblo aquel, sus casas y su gente. Tus amigas, tu escuela, tu maestra. Tu padre, en la distancia. Tu madre, en la retina. 

En ti vivía la risa. Reías por cualquier cosa. Una risa rotunda, convincente. Una risa capaz de hacer creer que eras la Campanilla de la historia. Una niña con alas, un hada, una borrosa forma blanca y transparente mezclada con el sol de los esteros y el resplandor del aire de poniente. 

Ay, tus viejas películas. Ese amor al cine que escribiste en tus ojos cada noche, cada tarde, a escondidas en la butaca oscura del teatro, cerca de las estrellas, en la noche, en cines de verano trashumantes, que buscabas sin dudarlo siquiera. Toda tu vida soñaste con el cine que los días eran otros, que transcurrían en la serena humedad de la costumbre, sin miedo a sobresaltos, que no era todo una montaña rusa. 

Ay, tus viejas canciones. Las coplas más terribles, las más duras, las coplas de traición, de sentimiento, las coplas de dolor, las coplas de mujeres. Abandonos, deseos, luchas, la vida. Vida en ti, vida en suma, la vida únicamente. Tus canciones, cantadas en voz baja, llenas de interjecciones,  eran el drama que querías vivir en el teatro. En el escenario, no en la vida. En la vida, que arrasara la dicha. 

Ay, madre, qué te busco. Qué te escribo sin escribir tu nombre. Qué adiós sin dártelo. Qué ajena despedida. Qué distancia. Qué cenizas dispuestas en torno a un corazón que se convierte en una lluvia fina de pétalos de rosas. Tus rosas, madre, junto a la ventana. Sin ti. Contigo. En ti. Tus rosas...

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