Misteriosa noche de Reyes
A la niña le dijeron que esa noche había que acostarse muy temprano. No era demasiado obediente pero, en este caso, tuvo claro que era mejor meterse en la cama. No supo cuánto tiempo permaneció dormida hasta que unos ruidos extraños la despertaron. Parecían crujidos. Misteriosos crujidos, pensó. Porque la niña era muy dada al misterio y todo lo tildaba de misterioso a poco que fuera algo raro. Como si alguien estuviera pisando el suelo de madera del cuarto de juegos de los niños. Ese suelo que habían colocado allí cansados de que todos anduvieran descalzos. Niños descalzos y resfriados eran ecuaciones fijas, así que pusieron ese suelo y parece que, hasta el momento, había dado resultado.
Los crujidos eran irregulares, a veces se oían más y otras veces era difícil percibirlos con claridad. Iban acompañados de unas ráfagas de polvo blanco que parecían entrar por debajo de la puerta. Todavía más misterio, pensó. Estaba terminantemente prohibido moverse de la cama, pero ella, cuando hubo pasado ya un rato sin que cesaran estas extrañas novedades, decidió que tenía que investigar por su cuenta. Así que, desobedeciendo las instrucciones recibidas se levantó de la cama, se puso sobre el pijama de cuadritos rosas una bata rosa de un tono más oscuro, se calzó las zapatillas de peluche rosas con orejitas de conejo y se lanzó al pasillo. El cuarto estaba tan calentito que el frío del pasillo la hizo pararse. ¿Adónde diablos iba?, volvió a reflexionar, usando una frase de una película que le había encantado. Pero después siguió adelante, sigilosamente, aunque la niña, con seis o siete años, no sabía aún lo que era el sigilo.
Muy despacio, sin hacer apenas ruido, posando con cuidado las zapatillas de peluche rosas sobre el suelo de mármol, prosiguió su recorrido clandestino por la casa. Dejó a un lado algunas puertas y bajó la escalera hacia la planta baja. Antes, asomó la nariz por el dormitorio de los padres, que estaba justo enfrente del arranque de la escalera. La puerta nunca se cerraba del todo pero ella sabía que no se podía entrar sin permiso. No lo intentó siquiera aunque fue capaz de oír la respiración acompasada de la madre y el ronquido fuerte del padre. Dormían. Como toda la casa. Ella, la niña del pijama de cuadritos rosas, era la única persona que estaba despierta y descendiendo ahora mismo por la escalera, pisando los escalones de uno en uno y no de tres en tres como solía. Tampoco se balanceó por la barandilla de madera, ni se subió encima del último tramo, ni lanzó uno de sus gritos de guerra aprendidos del cine.
Cuando estuvo en la planta baja, entró en la cocina. Allí, en una balda de la alacena, con sus puertas de rejilla blancas con ribetes azul claro, estaba el roscón de Reyes, las tazas blancas para el chocolate y los platillos, colocados unos encima de otros. El roscón estaba guardado en una caja muy bonita, atada con un lazo de la confitería. El lazo era rojo y se anudaba en el centro. Olía delicioso, a pesar de que estaba tan bien envuelto. !A ver si este año me toca la corona! !Ningún año me toca nada!
Tan rápidamente salió de allí que su larga melena rubio oscuro se enganchó con el picaporte de la puerta y le dio un buen tirón. Ayyyy, dijo casi en un susurro... !Ostras! Ostras era una palabra que había aprendido recientemente y que largaba siempre que podía. Le encantaba su sonido y la repetía en voz alta, incluso sin venir a cuento. Ostras, ostras...Su padre le dijo que estaba bien aprender palabras pero que tenían que llevar sentido. Lo del sentido no lo tuvo claro, más bien le parecía una rareza porque el sonido de la palabra ostras era tan divertido que seguía repitiéndola una y otra vez.
!Ostras! se dijo de nuevo antes de cruzar el pasillo y acceder a la puerta del salón. El salón era muy grande y tenía dos hermosos cierros a la calle, que llegaban a ras del suelo y se cubrían con unas finas cortinas blancas, con encaje en la parte inferior. Por allí solía entrar el sol a raudales, dibujando arabescos en el techo y en las paredes. Los encajes los había hecho su madre, que era muy mañosa y que se empeñaba en que ella también lo fuera, aunque sin éxito. Nunca, nunca, podría aprender a coser, a hacer punto, croché o encaje como su madre. Eso era un aburrimiento que no le interesaba lo más mínimo.
Empujó cuidadosamente la puerta del salón, doble y de madera oscura, y las dos hojas se desplegaron casi a la vez. Una enorme claridad inundaba la estancia. La claridad procedía de los dos cierros altos y también de la chimenea, que conservaba aún rescoldos de la noche pasada. !Qué bien se estaba allí!, !Qué calentita!.
Aguzando la vista pudo ver mucho más. Casi se cae de espaldas de la impresión.
Delante de la chimenea, sobre la alfombra persa que ocupaba gran parte del suelo, esa alfombra que su madre cuidaba con esmero y que su padre decía que supuso un gasto inútil, estaban los regalos. Algunos envueltos en papel de colores. Otros, sin envolver, visibles a los ojos de la niña.
!!Los regalos!! Ella los contemplaba aunque sabía que no debería estar allí. Aún no habían sonado en el reloj de cuco del comedor las seis de la mañana, la hora permitida para poder levantarse. La hora D, decía su padre con sorna (Ella tampoco sabía entonces qué era sorna).
Ella, sin embargo, estaba allí, antes del tiempo fijado, porque era una niña desobediente, que jamás hacía caso, que no quería enterarse de que eran los mayores los que mandaban y que hacía siempre, según decían, su santa voluntad. No entendía bien eso de la santidad, pero así lo repetían los padres una y otra vez. Haces tu santa voluntad. Crees que te lo mereces todo por tu santa voluntad. Deja ya de hacer tu santa voluntad.
Pues bien, su santa voluntad y unos ruidos inoportunos de los que no era culpable, la habían conducido aquí, violando las reglas. No tendría regalos, seguro, y se llevaría algún castigo, aunque...¿qué era aquello? En uno de los ángulos del salón había una tarjeta que decía:
Regalos de.............. y, al lado, su nombre, escrito claramente, con todas, todas las letras.
Eran regalos para ella y por eso estaban junto al letrero la muñeca de pelo color violeta que había pedido y la cocinita con todos sus cacharros, además de..¿un puzzle? ¿quién quería un puzzle? ¿quién podría haber pensado que ella iba a perder el tiempo con un puzzle? Aquí debía haber algún error, seguro...
En medio de los regalos, sobre una brillante caja roja de buen tamaño que no estaba envuelta sino que se cerraba únicamente con un lazo azul oscuro, se hallaba un sobre. Ella lo cogió con naturalidad. Si estaba con sus regalos el sobre tendría que ser para ella. Lo abrió y sacó una carta. Ya sabía leer muy bien por lo que aquella carta era fácil de descifrar.
Miró el encabezamiento, y, sí, estaba allí su nombre. Miró la firma, !andaaaa! los Reyes Magos, con sus nombres, los tres, los tres habían firmado con unas letras raras, como de gente de Oriente, a pesar de que el suyo era Gaspar y que hubiera bastado solo con su firma, pero, en fin, pasó esto por alto, mejor tres que ninguno.
Se sentó en una esquina de uno de los sofás, una esquina en la que no había milagrosamente ningún paquete y se dispuso a leer la carta.
Querida ...........................
Sabemos que este año has sido buena (en fin, esto lo decían no sabía por qué, sus noticias eran otras) y, por tanto, te traemos todos estos regalos (confirmado entonces, eran suyos), que sabemos que te gustarán mucho (bueno, el puzzle, nada de nada). Sabemos que has sido estudiosa y que no has faltado a clase, que has hecho los deberes y que lees muchos libros. Pero también nos ha dicho un pajarito (¿un pajarito? ¿qué pájaro era ese? No conocía a ninguno) que debes mejorarte en algunas cosas. Por ejemplo, no ayudas nada en casa (era verdad, era verdad...alguien se había chivado, ya se imaginaba quién podía ser...vaya cotilla), tampoco te gustan las matemáticas (también había chivatos en el colegio, por lo que parecía, vaya mala suerte, pillada por todas partes) y dibujas más bien de pena porque le dedicas poco tiempo (¿poco tiempo? ¿estar una hora entera para copiar una manzana y que te salga una pera es poco tiempo?) así que tienes que dedicarte no solamente a lo que te gusta sino a todas las tareas del colegio. Esperemos que sea así....
Aquella carta dejaba claro que los Reyes Magos tenían espías por todas partes y que había gente muy, muy chivata en su vida. Estaba rodeada sin saberlo de cotillas que se iban de la lengua enseguida. Claro que no le gustaba dibujar pero ella no tenía la culpa, le salían mal todos esos garabatos y se aburría mucho. Y las matemáticas, eso era un rollo patatero, una cosa insufrible, tanto número y tanto signo. Estaba muy disgustada. Estos Reyes estaban al cabo de la calle de todo y había servido de poco la carta larga que les mandó, explicando con detalle lo que quería y diciéndoles lo bien que se había portado. No coló, desde luego, y encima le traen un puzzle. ¿Qué es un puzzle, vamos a ver, sino una pérdida total de tiempo? De bien poco había servido hacer de Virgen en la función del colegio, con el latazo que era eso, horas y horas haciéndose fotos con todos los niños y poniendo cara de buena...
Un poco disgustada, la niña del pijama de cuadritos rosas reparó en la caja roja que estaba debajo.
Era una caja de cartón duro, con una tapadera muy ajustada, una caja de esas que usaba para guardar juguetes o cuadernos del colegio. El lazo se desprendió fácilmente con un pequeño tirón y entonces la niña, sin poderlo evitar, olvidando que seguía desobedeciendo, abrió la caja.
En su interior solo había libros.
!Oh! exclamó la niña. !Sí! !Han leído mi carta! !He sido buena! !Saben lo que quería que me trajeran! !No soy una niña tan mala como dicen! !Libros! !Mis libros!...
Los libros que habían ocupado casi toda su carta de Reyes, los libros que había contemplado en el escaparate de la librería durante días, los libros que contenían historias, los libros que estaban hechos de palabras, que no necesitaban imágenes...
Los libros asomaron entonces su cabeza por la caja y se dirigieron a la niña, sonrientes e interrogantes. Alicia le tiró del pelo, de su larga melena rubio oscuro que ella se peinaba en trenzas cada día de la semana y que solamente el sábado y el domingo podía llevar suelta. Pinocho le rascó un poco la barbilla con su nariz de madera. Tom Sawyer hizo una de las suyas y dobló el papel de la carta para hacer un barco de esos que surcan el río Mississipi. El Principito sonrió y le regaló una rosa. Los personajes de Grimm saludaron ceremoniosamente y se volvieron a esconder en el libro con timidez.
La niña lo observaba todo con entusiasmo, sintiendo que era alguien importante, alguien a quien querían, a quien entendían. Sus manos acariciaron los libros y estos parecieron entender su caricia.
La niña era feliz. Seguramente tan, tan feliz como nunca en su vida volvería a serlo.
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