Noviembre

La ciudad no sabe lo que quiere. Los vientos, la lluvia, las tormentas, el sol, la tienen desorientada. Se ve a sí misma como una enorme masa de desconcierto. Está esperando que ese vaivén se convierta en remanso, en un río que transcurra seguro y cierto, en una atmósfera única, que la envuelva sin cubrirla de la neblina molesta de los días grises del otoño. A veces, se abre como una flor, como un corazón que esperara la llegada de un amor tardío. En otras ocasiones, se muestra huidiza, esquiva, oculta de sí misma, oculta de todos. Son esas tardes en las que cae la noche de repente, sobre los puentes quizá, o en las calles del centro, oscuras, quietas, imperceptiblemente solas. También tiene mañanas esplendorosas, amaneceres llenos de una belleza fría, inigualable, abrupta. Una belleza que no plasma siquiera la verdad porque es imposible captarla. Los edificios se levantan y desperezan, bajo un sol duro de otoño del sur y luego la gente ocupa las calles, recorre sin cansancio los días y las horas, de forma que todo se convierte en lo mismo. Una larga interrogación que no obtiene respuesta.

Noviembre es un mes de aniversarios. Uno de ellos lo convirtió en un mes sin cifras hace ya quince años. El mes cuyos días pasan para avisar que llega el invierno. El mes que, una vez, se anegó de tantas lágrimas como podría contener este río que te atraviesa. Noviembre es el mes en el que ya no hay nada que celebrar. El mes en el que no cabe la fiesta, no cabe el sueño, no cabe el despertar. Es un mes que escribió páginas tristes, ojos llorosos, manos que se fueron y cuyo tacto ya no puedes recuperar. Este mes no ha tenido suerte en el calendario. Quizá lo sabe y por eso el viento se muestra tan presente, o la lluvia, o esos atardeceres tan llenos de nostalgia, o esas noches vacías. Un océano de soledad entre las páginas frías del calendario.


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