El cartero siempre llamaba...las veces que hiciera falta
Eso es. El cartero llegaba siempre a mi calle en torno al mediodía, un poco antes de almorzar. Venía con su uniforme, gris según creo recordar, y su gran bolsa al hombro. No existían los carritos ni nada parecido. El cartero traía todo tipo de cartas, porque, en realidad, ese era el medio de comunicación que más se usaba. Los telegramas eran cosa excepcional y el teléfono lo mismo.
Así que las cartas lo eran todo, eran la ventana al mundo, el lazo con el exterior. Junto con las conversaciones en las casas, los patios o la calle, las cartas eran el medio de comunicación por excelencia. A mi casa llegaban cartas del banco, de familiares y amigos. Avisos. Comunicaciones. Yo tenía mucha correspondencia siempre. Cartas de amigos que estudiaban fuera, cartas de amigas. De alumnas, cuando llegó el momento. De pretendientes. De novios (mejor dicho, de novio).
Llegaban las cartas de los primos que vivían lejos, desde Barcelona, Madrid o La Carolina. Las cartas de las niñas de Chiclana, de Ronda, de Ceuta. Las cartas de Chipiona. Los christmas de Navidad, muchos, muchísimos. Las fotos enviadas por carta. Llegaban las cartas de los amigos, del amigo, que estudiaba Económicas en Madrid, con toda la información de la movida de los estudiantes y de los líos de la universidad, tan raros para nosotros. Las cartas pormenorizadas de las amigas, que contaban todos sus amores, con detalle. Las cartas del viaje a Galicia. Las cartas de Valdecaballeros. Muchas cartas. A todas las contestaba y era otro rito, el de ir a echar la carta a Correos. Durante mucho tiempo, cuando no tenía plan de salir con nadie porque mis amigos estaban en otra ciudad, echar la carta a Correos era la única forma de dar una vuelta y tener una excusa para andar por ahí.
El cartero conocía perfectamente a todos los vecinos de la calle. Sus nombres, sus direcciones, quiénes eran sus hijos, cómo eran las familias. En una ocasión me llegó una carta solamente con el nombre y la calle. Ni apellidos, ni número de casa. Es verdad que, en mi calle, no había nadie más que llevara mi nombre. Pero también lo que es que, el cartero, Salvador se llamaba, lo sabía todo de todos.
Conservo muchas de esas cartas. Están atadas con cintas de colores, ordenadas por remitentes y guardadas en cajas de cartón o de lata. Ahora, escribir cartas, se considera un anacronismo. Pero no debe preocuparnos. En realidad, seguimos escribiendo. En los blogs, por ejemplo. En las redes sociales, en los mensajes del móvil. Es verdad que se escribe muy mal y muy rápido. Es verdad que no hablamos de largas misivas, sino de lo justo, lo necesario para lanzar la idea, para quedar, para aclarar, para definir...Pero es cosa de la comunicación, es lo que hay.
A mí me gusta escribir mensajes por el correo electrónico. Escribirlos bien con todas las letras. Explicar bien el asunto, empezar por el saludo, acabar igual, lo que son los requisitos de una carta. Si todos lo hiciéramos así, no echaríamos tanto de menos las cartas de papel. Y además, ahora llegan de inmediato, no hay que esperar unos días y no se pierden en los buzones. El caso es contar cosas, explicarse, estar en contacto con los demás.
Pero lo del cartero tenía un gran encanto. Ahora no les ves el pelo. Vienen a la casa escasamente, pues hasta lo del banco lo tenemos ya resuelto por Internet y te dejan siempre un aviso de recogida, nunca te pillan. Reconversión del oficio de cartero se llama esto.
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