Veranos de chanclas y azotea

Cada vez que los medios anuncian o comentan la ola de calor de cada verano, mis recuerdos vuelven a aquellos años de mi infancia isleña en los que era feliz, aunque no lo sabía. A aquellos veranos en los que los ritos se seguían y se conservaban año a año. En los que el aire tenía un tono especial y la vida una secuencia que, por repetida, no perdía nunca su encanto. Lo que me quedan de esos veranos de mi infancia son imágenes, retazos, momentos, que se esconden en los pliegues de la memoria pero que vuelven a aparecer en un ciclo ininterrumpido de pasado y futuro:
Las noches en mi azotea, viendo el cine de verano y luego, sentada en el escalón de la calle, esperando que pasaran de vuelta a casa los espectadores.
Las tardes en el patio, antes de que la casa perdiera su jardín, remojando las chanclas de gomas de colores y colocándoles conchas marinas para que parecieran tacones.
Las horas de cuchicheo en la azotea, desgranando secretos, secándome el pelo al sol, una larga melena castaña con reflejos rubios.
Los días de playa, tempraneros, con los amigos del club, compartiendo risas y bocadillos. Luego, los días de playa cumpliendo el rito de los baños de mar, con mi padre llevándome y recogiéndome.
Las tardes y noches en el club, jugando al ping-pong, al dominó o las cartas, escuchando música, bailando, charlando con los amigos.
Claro que hacía calor, pero tenía sentido.


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