Los niños invisibles
Imagina que
estás sentado en un pupitre, en un aula cualquiera de cualquier centro
educativo, durante seis horas al día, cinco días a la semana. Estás sentado y
pasan por delante de ti conceptos, ideas, trabajos, problemas, palabras… sin
que logres entender qué significan. Imagínatelo porque así se sienten los niños
invisibles, los niños del último banco como los llamaba el poeta Lorca, los
niños que, por el azar de la vida, que es caprichoso e injusto, tienen “algo”
que los sitúa en un lugar lejano del saber.
He conocido a
algunos de estos niños y puedo citar sus nombres y sus historias. Está
Gregorio, que era hijo de unos temporeros y que nunca estuvo más de un curso en
el mismo sitio. Su asombro era el mismo cada año, pues tenía que ver rostros
nuevos, aulas diferentes, profesores distintos. También Manolito, que no
lograba, por más que lo quisiera, unir los trazos de las letras
convenientemente, de forma que las letras formaban en su cuaderno un mapa indescifrable,
que no tenía sentido ni aspecto reconocible. He conocido la historia de
Salvador, que no pudo hacer la Primera Comunión, como todos sus hermanos,
porque no logró aprenderse las oraciones y el cura no quiso. Y la de Mercedes,
que se sentaba afanosa sobre su cuaderno de sumas y restas, con el lápiz en la
mano, la mirada fija y una dolorosa interrogación que no cesaba nunca.
Estos niños
invisibles están en cualquier sitio. Son los niños que se encuentran a medio
camino, en la frontera, niños de nadie. No tienen una deficiencia que les pueda
situar en el grupo de los que reciben ayuda especial, pero tampoco pueden
aprender, pues “algo”, un pequeño detalle, lo impide. El ir y venir de un lado
a otro como en el caso de Gregorio; una dificultad que nadie logró advertir en
Manolito y que se traduce en ver las letras de una forma diferente; una
negligencia médica en el parto de Salvador, por lo que, durante un instante, el
oxígeno dejó de llegarle; una sordera inadvertida en Mercedes… A veces, los
niños invisibles, no tienen ningún problema físico, sino una familia
desintegrada, marginal, un ambiente negativo, mil y una cosas que se pueden
conjugar para hacer que estos niños no hagan
lo que deben hacer todos los niños en todas las escuelas del mundo:
aprender.
Tantas veces
hablamos del sistema educativo. Hablamos de que hay que mejorarlo. Mencionamos
los índices de abandono, los porcentajes de los que no titulan, los casos de
violencia y de agresiones, los problemas del acoso entre iguales… Pero,
inadvertidamente, sin hacer ruido, en silencio, en una esquina de la clase, en
un rincón del patio, muchas veces sin amigos y sin que nadie les sonría, allí
están, en las escuelas, en los colegios e institutos, los niños invisibles, los
que no aprenden, engrosando cifras, muchas veces sin que nadie repare en ellos,
otras veces rompiendo el silencio de una forma inexplicable.
¿Quién puede
soportar un fracaso tras otro? ¿Quién puede seguir intentándolo cuando lo que
tiene delante es un jeroglífico que no se puede descifrar? Los niños invisibles
necesitan otra atención: más tiempo, modos diferentes, grupos más pequeños,
métodos apropiados, recursos, y, sobre todo, el bálsamo mágico de dos palabras
que siempre, siempre, surten efecto: respeto y cariño.
Detrás de los
niños invisibles hay, en algunas ocasiones, familias que no les ofrecen apoyo,
amor, seguridad, cuidados. Pero, en otros muchos, muchísimos casos, detrás de
estos niños hay familias preocupadas, madres que atisban el recreo desde los
barrotes de las escuelas y que ven, un día y otro, a sus hijos en un rincón del
patio, aislados, jugando solos, o sin jugar. Hay familias que ven como sus
hijos pasan el tiempo sin que el conocimiento llegue a sus vidas, sin que la
maravilla del saber los transforme. No importa que pasen de curso, las familias
saben que eso no les va a garantizar un puesto en la sociedad, porque no han
aprendido nada.
¿Cómo es
posible que un niño pase en la institución escolar diez o doce años sin que
aprenda nada? ¿Quién puede soportar este fracaso? ¿Por qué no se encienden las
alarmas, las luces rojas, cuando un niño termina el año sin haber aprendido lo
mismo que los otros?
No penséis, lo
repito, que me refiero a niños con deficiencias físicas o psíquicas. No.
No me refiero
a esos niños, sino a aquellos otros cuyos problemas no existen oficialmente.
Pequeños problemas, situaciones que no llaman la atención, deficiencias mínimas
que son difíciles de detectar y que, las más de las veces, generan la duda
entre los profesores porque se dan cuenta de que a ese niño le pasa “algo”. Ese
“algo” que les impide aprender. Son estos niños, los niños que están en tierra
de nadie, en la frontera, los que me preocupan. Porque no estamos haciendo por
ellos lo suficiente. Porque la mayoría de ellos se quedan en el camino. Porque
la escuela es inflexible para ellos. Es dura, inhóspita, impenetrable.
Imagínate,
horas y horas oyendo cosas que no entiendes. En silencio, día tras día.
Imagínate el momento de hacer el examen de algo que no has aprendido. Imagínate
cuando vas a recibir la nota de ese examen que, indefectiblemente, vas a
suspender. Y así siempre.
No me refiero
a los niños violentos, a los niños agresivos, a los niños que estropean la
marcha de la clase. No. Me refiero a los niños que no hablan, que no estorban,
que están en silencio, aburridos, solos, perdidos en sí mismos, llenos de
dudas, niños sin sitio, que nunca tendrán un premio, un diploma, un título, la
satisfacción de aprender y de hacer las cosas bien hechas.
Os he puesto
delante el problema. Los profesores lo vemos todos los días. Ahora, cuando se
habla tanto de educación, no estaría de más pensar en ellos, en lo que
necesitan (ya sabéis respeto, cariño y trabajar con ellos de una forma
tranquila, ordenada, despacio, con sosiego, parándonos en lo fundamental, en
grupos pequeños, con buenos profesores, los mejores si es posible). Pensar en
ellos porque, dentro de los números del fracaso escolar, su presencia es
importante. Porque el fracaso escolar no es una frase hecha, sino una realidad
para ellos. Una realidad que estamos obligados a cambiar. Por Gregorio, por
Manolito, por Salvador, por Mercedes…
(Artículo publicado en ABC de Sevilla. Catalina León Benítez)
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