Travesía con vestido violeta




Hace ¿mil años?

            El mar era una balsa oscura, que apenas se movía. La noche era muy fría, a pesar de que estábamos en mayo o en junio, qué sé yo. El barco se llenó de risas juveniles, de gente que corría, de piernas que saltaban, de brazos desnudos en busca de mantas porque la noche es traicionera en alta mar. El barco había partido de Alicante y allí se despidió de la península al son del carnaval, con las coplas que habíamos aprendido años antes y que se habían escrito para nosotros, para gente como nosotros, los estudiantes de Magisterio que marchábamos, por una vez, a pesar de las reválidas y del poco dinero, a cruzar el mar en busca de aventuras.

             El frío del viaje en la cubierta se templó por unas horas con aquellas mantas escondidas que sacamos de no recuerdo dónde. Pero, ay, en un momento desaparecieron y los fieles marineros observantes de las reglas nos dejaron a la intemperie, a pesar de que nuestros corazones, jóvenes y fogosos, habían decidido calentarse por sí solos. Acurrucados en las butacas, esa noche no llegó el sueño y todo se fue en imaginar cómo sería el despertar en una tierra extraña.

             Con el alba llegamos al puerto. Estelas blancas en el mar, como aquellas que cantaba el poeta y que, es cierto, existen. Más canciones y risas, un desayuno inexistente, hambre, mucha hambre y, por fin, a lo lejos, la silueta exacta de la isla, Mallorca había llegado, al fin, tras la noche en vela, hasta nosotros.

             Aquellos días estuvieron llenos de sorpresas. Gente que apenas se conocía acabó enamorándose; otros amores surgieron cuando, en un rincón de la discoteca, algunos ojos se encontraban y se reconocían. También hubo sitio para un anecdotario que el paso del tiempo no ha logrado cubrir con la tiniebla espesa del olvido: alguien robó el dinero de Luisito; alguien me prestó un vestido violeta para una de las fiestas; alguien se coló en el cuarto de las chicas a deshora; alguien se quedó allí para siempre porque el amor llamó a su puerta sin aviso…

            Aquel vestido violeta tenía pequeñas florecitas que, a simple vista, no podían distinguirse. Tenía una falda amplia, de capa, que se abría con el movimiento, y un escote redondo y unas mangas de farol, como las que entonces (y ahora, de nuevo) se llevaban. No hubo ninguna cámara que inmortalizara aquel vestido aunque mi retina lo conserva todavía, tanto que parece más nítido que algunas prendas colgadas en uno de mis armarios. Estaba también aquella falda amarilla y la camisa de cuadros, y el pantalón beige, también el chaleco cruzado, pero, sobre todo, recuerdo aquel vestido violeta, con pequeñas florecitas salpicadas, la falda amplia y las mangas de charol.

             El vestido era de una amiga, ahora perdida no se sabe dónde. La noche en que me lo puse íbamos a un castillo. Uno de esos castillos medievales que hay en la isla en los que se organizan fiestas para los turistas. Los camareros van vestidos de época y hay antorchas en los pasillos, en las paredes, platos de madera, grandes jarras de vino, utensilios de la Edad Media colocados por aquí y por allá. Había muchos turistas y nosotros en medio del jaleo, riéndonos y sentándonos desperdigados por los bancos de piedra, en las mesas de madera ruda y llena de imperfecciones.

            Era un castillo fantasmal en el que la cena estuvo llena de secretos, de voces y fotos que, en un momento sin remedio, se quedaron destrozadas y en una papelera.  Al término de la fiesta todo el mundo quería llegar rápido al hotel, porque allí mezclados en las habitaciones, escondidos de los profesores que vigilaban, podíamos dar rienda suelta a los comentarios, las risas, las disputas quizá… Era un tiempo de comienzos del verano esplendoroso, era el tiempo en el que todo se iniciaba…Eran tiempos en los que se intuía, porque no había seguridades, ni eran necesarias. Era un tiempo que pasó y es ahora, quizá, después de tantos años, cuando adquiere su valor, su sentido, cuando se eleva sin sombras, sin ese tono de culpa, de miedo o de cobardía, quién lo sabe.
        

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