Preferiría no hacerlo
Melville, que debió ser un tipo plomizo, incandescente y algo chabacano, muy afectado en su personalidad por la pérdida de bienestar que sufrió la familia en su bancarrota y por el ¿suicidio? de su padre, confiaba en que encontraría algún día un alma gemela, alguien en quien descansar las tristezas y confiar las cuitas. Lo más parecido a eso fue su intensa, perecedera y ambigua amistad con Nathaniel Hawthorne, que pareció cansarse de Melville después de muchas noches de charla y licor. Ni la esposa, ni los hijos consiguieron darle el anclaje con la vida que necesitaba. Era un buscador de oro en un desierto nevado.
Melville era un hombre inteligente, torturado y muy consciente de que podía perderlo todo. Esto era así porque había ocurrido. Fue un perdedor perpetuo. Cuando murió, no tenía nada, y menos que nada, lectores y consideración por su obra. Fue la ballena blanca la que cambió este estado de cosas, pero da la impresión de que se reivindicó a sí misma y no al hombre que la había creado. Las interpretaciones metafísicas y filosóficas de sus libros apenas nos dejan asomarnos a un universo caótico, falto de armonía, pero lleno de posibilidades, que hubiera precisado más orden y más suerte. El fuego de la pasión acaba por arrasarlo todo.
¿Qué hay de Melville en el escribiente Bartleby? Ese joven inmóvil, pálido, silencioso (“Preferiría no hacerlo”), cúbico, impertérrito, cobarde, quizás atrevido, transgresor, parásito…
Los hombres ansían lo que no tienen. Se desesperan. La desesperación es el motor que hace que se levanten y caminen. No han desarrollado el sentido de la espera y se sienten inútiles. Jackson Maine era un músico frustrado que no supo ver cuánto de especial podía haber tenido en sus manos. Tiró por la borda el talento, lo sustituyó por una botella, en cierto modo al estilo Melville, quien terminó dependiendo de una ballena blanca para permanecer en la memoria.
Creo en la suerte que rodea a algunos y Melville no la tuvo. Ni Bartleby, por supuesto.
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