La casa
/Roy Lichtenstein, arte pop americano/
Él se había empeñado en comprar aquella casa y ella accedió porque antes el sacrificio de vivir en la ciudad había estado de parte de él. Era una casa muy grande y alegre, una casa bien construida, con espacios amplios, con mucha luz, con habitaciones claras y un aire transparente que le daba un tono especial a los muebles, al suelo. Estaba rodeada de jardín, de césped por un lado, de arriates por otro, de macetas vidriadas con plantas, de un pequeño grupo de árboles, de una piscina situada en la esquina más soleada. La piscina era una cinta de plata, alargada y con una escalera de color azul y blanca que disponía de un lugar para sentarse a leer. Así lo dispuso él para ella como todo lo que hacía y pensaba. Ella era siempre la destinataria de todos sus desvelos. Compró la casa sin decírselo y cuando la llevó a verla a ella le gustó pero sintió una aprensión indescifrable, pues se imaginó viviendo allí, solo con sonidos de pájaros y rugir de ramas, pero sin el trasiego familiar de su calle de siempre en la ciudad. Echó de menos de inmediato aquello que todavía no abandonaban pero supo que esa sensación la acompañaría en esa casa siempre. No obstante, apenas hubo tiempo para dudar porque, al poco tiempo de comprar la casa llegó el diagnóstico y entonces ella tuvo la certeza de que tenían que vivir en esa casa todo el tiempo posible, que le debía ese sacrificio, que el jardín, los árboles, las flores, el césped, iban a acompañarlo en ese anunciado camino final aunque ella se sintiera allí doblemente extraña. Y empezaron a amueblar la casa y a llenarla de cosas que ella sabía que tendrían que ser el templo que albergara su final. Entonces surgieron las lágrimas, en bandadas, como pájaros que acechan y que surgían cuando estaba sola, nunca cuando estaba con él, ni con la gente que iba a visitarlos. Siempre a solas, las lágrimas tomaron su sitio en la casa y fueron el contrapunto de sus vistas alegres y del sol de la cocina.
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