Un helado de leche merengada
El cielo cabizbajo, el asfalto brillante, la plaza silenciosa, los altos muros de arte coronados, el sitio donde nos sentamos a tomar un helado. La copa era de un cristal azul italiano y tenía un curioso reborde labrado y dentro de ella, la bola se derretía con el calor de la noche, con el vaho de los besos, viajeros como nosotros de cuerpo a cuerpo, estampados con la fuerza del deseo, llenos de agua y sal, de nuestra tierra, de otro pasado sin letras ni compromisos. La ciudad parecía revivir después del espeso temblor del día, recorriendo sus calles y museos, atisbando ventanas, soñando con una memoria fértil de historias cuajadas en libros. Salamanca se escribe siempre con palabras, pero nosotros quisimos dejar para siempre su nombre unido a un sabor, el del helado aquel, blanco, con un matiz de verde yerbabuena, limpio y a un paso de derretirse boca a boca en nosotros.
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