Primavera infinita
Tenía veinte años y los ojos azules. Llevaba vaqueros y una camisa blanca. Eran su santo y seña. Los libros en las manos, muchos libros. Y el pelo revuelto y las ganas de reírse de todo, de disfrutar la vida. Cerca, en un parque casi vacío, donde había rotondas hechas con jardines, fuentes que manaban un agua impecable e impregnada del olor a jazmín, solían sentarse a hablar de todas las cosas. El repertorio de la charla no terminaba nunca aunque él era tímido y ella tenía miedo. Él tenía veinte años, ya lo he dicho, y llevaba la revolución cosida a su piel, quería cambiarlo todo, quería ser libre, quería bucear hasta el fondo para conocer los secretos del océano. El océano era la vida y estudiar en un rincón de la playa, con los libros llenos de arena, otro de sus secretos escondrijos. Ella le seguía la corriente porque solo deseaba estar a su lado. Y la vida le producía susto, todo lo contrario que a él, que se enfrentaba con valentía a todas las cosas y tenía la capacidad de plantarle cara al mundo, incluso cuando llegaron las peores desgracias. Se querían pero nunca se lo dijeron. Ella perdía la paciencia y él no sabía que debía expresar las cosas con palabras. Aquello era la vida. Cuando pasaron los años y fueron llegando otras personas, andando otros caminos, volando en otros momentos, siempre se conservó esa llama firme y duradera, como si fuera una señal imborrable, una primavera infinita. Fueron felices entonces y esa felicidad está grabada a fuego. Cuánto darían por volver a abrazarse...
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