Mienten
Un pobre siempre reconoce a otro pobre. Y no se deja engañar por la impostura. La gente de barrio y de pueblo, la gente de ciudad, que ha vivido la urgencia de la vida, que ha tenido que lidiar con trabajos duros, que no ha podido elegir, que siempre sabe de su invisibilidad, a esa gente no la pueden engañar los supuestos solidarios de salón. Los hay por todas partes, los observo. Algunos, incluso, son gente simpática, gente que te da lecciones sin que las pidas y que se atribuyen todos los adjetivos que ellos necesitan para encumbrarse. La inmensa mayoría van de adelantados a su tiempo, dominan todos los ismos y se consideran luces que alumbran a la vil mayoría. Les repugna el contacto con la tierra mojada pero quieren parecer sinceros, humanos y sencillos. Casi nunca lo consiguen: los calamos a simple vista. Los hay en la literatura, en el cine, en la ilustración, entre los profesores o entre los periodistas. Por supuesto la mayoría tienen algo que ver con la política. Chapotean dentro o fuera, exponen sus teorías como si fueran dogmas. Nunca escuchan. Nunca comprenden. No saben lo que es la compasión y hablan de la empatía como si fuera algo moderno. Han descubierto la pólvora. Dicen a groso modo y de motu propio y se quedan tan anchos. Van a la última de todo. Saben lo que tienen que opinar en cada caso y, si no lo saben, acuden raudos a su medio de cabecera a aprender la lección. Tienen siempre esa lección bien aprendida. Ocupan cargos, tienen prebendas, acumulan honores y medallas, muchos de ellos son admirados, adorados, bendecidos. Alardean de memoria, de historia, de revoluciones, de exilios, de defender a los débiles, de ser más progresistas que nadie. Pero mienten.
Son una mierda, que los demás, los pobres auténticos, pero no de espíritu, sabríamos reconocer a kilómetros de distancia. De aquí a Washington.
(Foto: Saul Leiter)
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