El peligro de una camisa blanca


            Podría escribir un libro de aventuras lleno de historias con hombres y camisas blancas. Podría sacar una honrosa conclusión: si a la cita te llega vestido así, estás perdida. Y podría dar datos, pero no voy a hacerlo. No me gusta presumir. Y la discreción es la condición indispensable del riesgo en el amor. Todo se llama amor, aunque amor no sea. 

         En una ocasión, en una historia, comenzaba el otoño, era ese tiempo indeciso de finales de septiembre y primeros de octubre. Esa es una fecha dudosa, difícil. Las cosas que dejaste pendientes con el verano, surgen todas ahora y exigen su cumplimiento. Y hay una reminiscencia, un recuerdo fijado en tu mirada, de días largos y dorados que no te dejan pasar página. Por eso una aventura en esta fecha tiene un misterio doble. ¿Llegará hasta navidad? ¿Seremos capaces de construir una rutina que no nos agote? ¿Soportaré tanta tormenta sin remedio? Pues las aventuras, cuando de verdad son tales, tienen la condición de la brevedad y la característica de lo volcánico. Un romance huracanado diría en la Costa Azul alguien a Max de Winter. Y él sabría que es verdad aunque menos. 

           Aquella primera cita fue icónica, podría haber servido para un cartel de una película. La ciudad renacía y allí, en aquel espacio de hermosura ilimitada, el atardecer estaba llenando de una brisa casi ultramarina las mesas de la cafetería y las flores de los parterres. Qué deliciosa visión fue esa llegada...
Si alguien quiere desarmarte solo tiene que acudir a esa cita, clandestina doblemente, inesperada, deseada y brutal, vestido con un vaquero viejo y una camisa blanca. Mostrando sus incorregibles ojos verdes y un tintineo de llaves en la mano. Paso ligero como si  fuera a grabar una escena de una película de John Ford y este gritara: a ver si sabes andar como Henry Fonda. Eso es el cine. 

             Y el cabello. El pelo mojado y peinado hacia atrás, revuelto con cuidadosa atención, largo pero no demasiado. Ese aire cosmopolita y también cercano. Amigable aunque con engañosa sonrisa. Libre aparentemente. Humano. Pero fiero. Imposible olvidar aquella estampa. Ni todas las veces que se repitió de forma parecida. Ni el  preámbulo ni las horas. Ni el tiempo que vivimos una historia condenada al fracaso y, por esa razón misma, llena de luces prestas a apagarse. Duró lo que duró. Nada puede durar eternamente. Temblorosa visión del hombre que se acerca y te desvives. Y te desviste, sabes. Pero pervive. 

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