Las casas de Chiclana olían a vino
Yo nací en la calle Fierro de Chiclana, cerca de la Alameda y de la Plaza de España. En el patio había un pozo. Y tenía enormes azoteas y balcones. He trepado por esas azoteas. He paseado por sus calles. He vivido el amor. He conocido a niños y mayores. He pasado por casas, por iglesias, colegios, restaurantes. He vivido intermitentemente. Chiclana no me conoce pero yo a ella sí. Nadie es profeta en su tierra. Y las casas olían a vino en las casapuertas, un olor penetrante, inconfundible, a oloroso, a dulce. Da igual que el turismo pretenda convertirla en otra cosa. Hay olores que nunca se evaporan.
En la casa de mi abuela nacieron también mis primos. Me encantaban aquellas azoteas, el olor de las plantas y la vista desde el balcón. Y las lámparas. Y el aire de mi abuela, sobrio y sin quejas.
Mi madre siempre tuvo a Chiclana en su memoria, incluso cuando la memoria era ya tan solo un recuerdo. Creía que paseaba por la calle de la Vega, que estaba saltando a la comba en la esquina de su calle, que daba vueltas con sus pretendientes por la Alameda, o que visitaba la tienda de Perico el Titi. Ella y sus hermanas tuvieron un duro aprendizaje de vida. Quedarse sin padre a tan temprana edad es un ejercicio de dolor anticipado. Y ellas lo vivieron. Mi abuela fue de esas mujeres que no dobló nunca la cabeza, ni se dejó arrastrar por la ira. La concordia y ella misma cumplían igual función.
Durante unos años íbamos todos los domingos a ver a mi abuela a su casa de la calle Fierro. A la vuelta, cenábamos en el restaurante El Inesperado y mi padre nos contaba historias de su juventud y mi madre de la suya. Las dos fueron muy diferentes pero ese destello que une a las personas en un momento dado los convirtió en seres de luz para una familia que tiene dos ciudades en su historia. Yo trabajé en Chiclana cuatro años, empecé allí siendo maestra y tenía unos alumnos adorables, algunas de las cuales todavía me cuentan cosas y me escriben. Es el regalo del profesor, la presencia lejana de los alumnos que no te han olvidado con el trasiego de la vida.
Aunque dejé aquello hace tanto, no puedo evitar la sensación de que sus raíces siguen siendo fuertes y están asidas a un mundo que nunca desaparecerá. Los amigos, la familia, todos los que allí permanecen, son la parte más entrañable de unas vivencias que no tienen punto y final.
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