La Caleta y un abrazo
En un tiempo comprábamos fruta y nos íbamos a La Caleta a mojarnos los pies, a darnos chapuzones riendo. Llegábamos andando desde la calle José del Toro y las dos llevábamos bañadores de cuadritos y sombreros de paja. Las pelotas, las palas, los cubitos, las muñecas, todo junto en la bolsa grande que llevaban los mayores mientras nosotras andábamos a saltos. Siempre andábamos a saltos.
Cuando los años pasaron, esos días se asentaron en la memoria como sucede con todo el tiempo en que uno es feliz pero imágenes nuevas fueron cambiando el recuerdo y en los miradores del balneario de la Palma estaban también los abrazos, los abrazos jóvenes, los abrazos nuevos, la antesala de los besos y los encuentros prodigiosos. Aquel muchacho tenía los ojos azules, era listo, compraba revistas prohibidas y hablaba de la política que entonces nadie comentaba. Leía libros y tenía un aire bohemio que nunca perdió y se reía de las cosas con el ingenio y la compasión de la gente inteligente. Cruzamos juntos el umbral de aquellos primeros estudios, para nosotros solo el inicio de lo que vendría después en la universidad. Todavía recuerdo los atardeceres en La Caleta, las charlas sentados en la arena y los abrazos. Esos abrazos irrecuperables y, sin embargo, siempre recobrados.
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