Esa luz violeta del verano


 /David Hockney, Early Morning/

Desde que los veranos no tienen mar ni océano, echo de menos sus luces de colores, sus variadas formas, su olor, la brisa que levanta el viento de poniente, el viento sur que azuza las persianas, el levante que cansa a la hora de la siesta. Desde que no hay mar cerca, un mar donde mirarse, un mar donde buscar alguna razón que nos explique algo, recuerdo más su silueta imposible, al borde de la playa, junto al faro, enfrente de un largo malecón de sueños. Eran las horas de los días felices, en los que no sabía que terminarían pronto y sin remedio. Hay una casa cercada por las olas, que se ha quedado atrás sin aspavientos y que contiene todo lo que en verano tenía algún sentido en sí mismo. Las sillas de la playa, la sombrilla, las esterillas de color amarillo, cuántas elles, la nevera portátil, la mesita que se doblaba con el mínimo esfuerzo, las sombrillas pequeñas, amarillas también, las chanclas, los pareos de todos los colores, las toallas de propaganda y las del Carrefour, los bañadores, olvidados en un cajón que desconozco, la crema para el cuerpo, el gel para la cara, el protector del pelo, la gorra, la pamela, el sombrero de paja, el estuche de plástico para llevar las gafas, el neceser pequeño con las gomas del pelo, las horquillas, los pasadores, la diadema, todo lo que en la playa conveníamos que había que llevar para no andar desaviados. Nunca libros. Leer en la playa era quitarle a cada placer el cincuenta por ciento. Desde que los veranos no tienen mar ni océano todo esto son trastos inservibles que han desaparecido. 

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