Miradas escondidas


La lluvia azota el verano de este pequeño pueblo de la costa. Es una rareza. Hemos llegado en el tren, dispuestas para ir a la playa, con nuestras toallas de baño guardadas en los cestos de colores, con nuestras sandalias y sombreros. Llevamos el pelo recogido con cintas, con pasadas, con horquillas que tienen forma de muñecos. Pero la lluvia nos ha dado la bienvenida en la misma estación. Está casi vacía. Normalmente solo cogen este tren de cercanías los jóvenes que van a la universidad, pero ahora es verano y ese bullicioso gentío no tiene nada que hacer por aquí. Nosotras, las cuatro, aventureras inconmovibles, llenas de esperanza de recibir una buena ración de sol, de sal y agua, nosotras somos las únicas que, entre risas y bromas, nos subimos a un coche de caballos que espera en la estación y que llega a la playa anunciándose con campanillas que tintinean y obligan a los viandantes a mirar nuestro paso y a reírse con nosotras, el milagro de la juventud, la tersura y la frescura, la belleza, esa belleza nuestra tan incólume al paso de los años. 

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