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Extranjera

 


Nina Leen, Roof Sunlamps, Senator Hotel, Atlantic City, 1948. © Time Inc.

Un día descubres que estás fuera de todo para siempre y que eso no es una circunstancia, sino una manera de estar, de ser, de vivir. No puedes evitarlo, no es mérito alguno, no depende siquiera de ti. Es, más bien, algo que va contigo, que no tienes intención de sacudirte porque sería inútil completamente. Y hay momentos en que pensaste que esa extranjería vital era cosa de la niñez, de la adolescencia, de la juventud. Que la madurez lograría situarte dentro de esa esfera que es la vida tal y como los demás la disfrutan, la conciben, la muestran. Pensaste en que la próxima vez las cosas irían mejor. Que en tu nuevo destino, en tu nueva situación, en ese nuevo lugar, todo sería distinto. Que algo sea distinto es un objetivo que no puedes dejar de lado. Pero recuerdas, una y otra vez, las frases del Buscón, y las tienes a mano para ilustrarte, para abrirte los ojos: "Y fuéme peor, porque no muda de condición quien cambia solo de lugar y no de vida y costumbres". No es que seas culpable de nada, te repites, sino que te cuesta formar parte de algo. En ocasiones lo intentaste. El club, por ejemplo, fue una forma de camuflar tu identidad en la del conjunto. Un nombre, un objetivo, unas actividades. O el grupo de teatro. O la pandilla. Pero ninguna de las tres causas tuvo la suficiente fuerza como para hacerte sentir partícipe de algo que, en realidad, no era nada tuyo. El club se diluyó con los veranos y con el desamor, o, mejor dicho, con el amor no expresado. Así aprendiste que la espera no está hecha para ti y que la espera desarma el corazón más que una daga. El grupo de teatro terminó siendo uno de tus famosos errores por amor, algo de lo que más tarde tendrías que arrepentirte. Y la pandilla era impuesta, impostada, supuesta, ignorada, añeja, diferente, foránea. Foránea de ti y de tus cosas. Así toda la vida. Así todo el tiempo, todos los tiempos, de esa forma siempre. De modo que cuando vuelves la vista atrás observas una imparable sucesión de despedidas y sobre todo de no-despedidas. Han sobrevivido algunas hojas del árbol y no te explicas cómo. Vives la soledad como un refugio y no como una mala cosa y te sientas junto a tus libros, tus palabras, tus rayos de sol y tus palabras, sin que te importe lo que el viento sople porque ellos te visten, te cubren, te arropan, te llevan en volandas. No puedes evitar ser una extranjera allá donde vas. Quizá porque fuiste una niña pobre, quizá porque fuiste una niña sola. Quizá porque fuiste una niña no-niña. Quizá porque hay alguna razón que desconoces, que se escapa, que no aparece en el profundo, enorme, inabarcable, silencio que respiras. 

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