Cuidar un jardín, recordar un abrazo


 Las flores amanecen contigo. Te levantas de la cama y las observas. Ellas han madrugado más que tú. Suspiras. Respiras. Las observas. Tienen un aire de seguridad en sí mismas que te deja extrañada. Te agachas y coges del suelo las hojitas que se han caído. Sopla un viento sencillo y respetuoso que las deja tranquilas durante mucho rato. El viento es aquí un vecino a veces amable y otras veces terrible. Cuando irrumpen en medio del calor, lo agradeces, le susurras unas gracias imperceptibles. Pero el viento caliente te pone nerviosa, te obliga a concentrarte en una música relajante o te lleva hasta los bordes de la piscina, donde el sonido del agua y su frescor actúan de bálsamo. Agua, sol, viento, aire, cuerpos, palabras, recuerdos, tus abrazos. 

Miras las flores con toda tu atención. Sus colores parecen haberse elegido para combinar un cuadro impresionista. Tú y el impresionismo tenéis una asignatura pendiente. Las vanguardias y el arte contemporáneo te deslumbran. Muchas veces añoras tus visitas a las galerías de arte, donde los nuevos artistas, los jóvenes artistas, desplegaban cuadros enormes. Hubieras sido coleccionista de si el dinero te diera para ello. Te conformas con mirarlos, con escribir de ellos, con sentir una fuerza imposible de parar en esos trazas. Descubriste que la extravagancia no era solo cuestión de carácter sino de acción. No vale pensar y dejar de hacer, hay que ponerse manos a la obra. 


Te has colocado unos guantes grises muy viejos, que están en el cobertizo del jardín, junto a la depuradora y las cajas de herramientas. El patio forma un recodo y te sorprende esa edificación blanca, con una puerta roja en ese rojo inglés que tanto te gusta. Tanto que él te regaló, fue su último regalo, un escritorio rojo en el que guardas cartas de amigos antiguos, postales desde cualquier parte del mundo y cajitas de colores. Tu universo. 

Hay allí tantas cajas de herramientas llenas de casi todo, objetos que no parecen resentirse del paso del tiempo, que observan lo que sucede sin decir esta boca en mía. Las manos manejan estas herramientas con cuidado, salvo él, que parecía dominarlas a su antojo. Unas manos poderosas, nada que ver con tus manos, simples, pequeñas y rosadas. Las tijeras de podar tienen un mango de plástico naranja, un naranja fuerte y llamativo, por lo que es muy fácil encontrarlas en cualquier rincón del patio aunque tú sabes exactamente donde las guardas, como te sucede con todas las cosas. Ese orden estricto lo aprendiste de tu padre, que también quería que todo estuviera controlado al máximo. No supo nunca que eso era imposible en esta vida. Las tijeras hacen su labor milagrosa y recorta las hojitas que están a punto de caer y las ramas díscolas que se asoman del seto del vecino. Una labor que cada mañana inicia el rito del encuentro con la naturaleza. 



A veces el viento del oeste, que se cuela por el lateral del patio, es capaz por sí solo de arrastrar las hojas sueltas, las ramas desprendidas, los pétalos cansados, hasta el borde de la piscina. Todo lo que cae dentro se arrastrará más tarde con un cazamariposas gigante, de color blanco, que se mueve en torno a la piscina y que parece tener una investigación que hacer, como si fuera un detective inglés de la campiña. El robot da vueltas por el agua y la depuradora parece querer anunciarse, parece querer decirte que la vida se renueva igual que el agua y que el agua es algo tan sagrado que no puede obviarse ni siquiera en este rito diario del cuidado de las plantas. Las plantas no son mascotas, te dices a ti misma, pero parecen estar esperando que alguien las mire y las contemple. Esa admiración debe servirles de alimento, tanto como el abono, el hierro, el agua, el sol. 


Si quieres que ese carnaval de las flores sea todavía más fructífero solo te queda no olvidar que todas ellas vinieron por su mano, por la voluntad de él. Los hombres del campo necesitan llevarse consigo la naturaleza, y ese campo se transforma en un escenario propicio siempre, en un lugar recóndito, incluso en una tumba. Está ahí, entre olivos, encinas, setos, césped y naturaleza salvaje, es lo que quiso, aunque eso te hace sentir a ti lejana de su presencia, que solamente las plantas que dejó en este jardín puede todavía convertir en nostalgia. Qué lejanos parecen los días solemnes de la siempre, cuando las semillas parecían dispuestas a una espera interminable...





Y las rosas... cualquier rosa lleva consigo el eco de un abrazo... Vivimos tantos años de abrazos que prescindir de ellos es una penitencia que no crees merecer. Un hombre tan cariñoso, tan rudo y a la vez tan tierno, que te conocía tanto. Eso es la soledad. Cuando desaparece la gente que de verdad te conocía, que sabía de memoria no solo tus virtudes sino sobre todo tus defectos. La gente como él que, pese a tus defectos, te amaba entrañablemente. Tus padres y él, nadie más estará en esa órbita del amor para siempre. Perder sus abrazos es ocultarte y así andas, oculta a los rayos del sol, a la luz de la vida. 


Fotos de Caty León. Yo tenía un jardín. 

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