Curso de verano

 


/Campus de Northwestern University/

Hay días que amanecen con el destino de hacer historia en ti. No los olvidarás por mucho tiempo que transcurra y esbozarás una sonrisa al recordarlos: son esos días que marcan el reloj con un emoticono de felicidad, con una aureola de sorpresa. He vivido mil historias en los cursos de verano. Durante algunos años era una cita obligada con los libros, la historia o el arte, y, desde luego, de todos ellos surgía algo que contar, gente de la que hablar y escenas que recordar. El ambiente parece que crea una especialísima forma de relación entre los profesores y los estudiantes, de manera que no hay quien se resista al sortilegio de una noche de verano leyendo a Shakespeare en una cama desconocida.

Aquel era un curso de verano largo, con un tema que a unos apasionaba y a otros aburría, en una suerte de dualidad inconexa. Sin embargo, el plantel de profesores no estaba mal. Había alguna moderna con ínfulas, que este es un género repetido, y también uno de esos tipos sesudos y pagados de sí mismo que son moneda común en las universidades. Los estudiantes teníamos tanta variedad entre nosotros que el mosaico se expandía por sexos, continentes y todo aquello que puede hacer diferentes a las personas. Hablábamos en inglés, desde luego, y lo bueno que tiene el inglés es que, aunque no lo parezca, hay muchas formas de hablarlo. Lo mejor de aquellos días era el campus, la sombra de sus árboles y el sonido imperceptible de algún pajarito que se colaba entre las copas y se convirtió en un personaje más de la historia. Un profesor tenía la costumbre de pasearse rodeado de su pequeño enjambre mientras nos contaba los secretos de la Ilíada. Y era un paseo moteado de hojas secas, de hojas verdes, de flores transparentes y de ramas que cubrían hasta la cabeza. Los veranos allí distaban mucho de los míos, de los veranos del sur y la playa, de los cuerpos estirados sobre la esterilla y de los sombreros escondidos debajo de la sombrilla. Era aquello más espiritual y había poco resuello entre una clase y otra, entre un tiempo académico y un tiempo personal, que estaba lleno de compromisos, invitaciones copas a deshora y charlas. Lo más que hacíamos era hablar. Aunque esto no es del todo exacto. 

Para que se entienda bien el contexto de estos cursos hay que decir que todos los estudiantes éramos profesores a la vez y que entre los profesores del curso había quien no era profesor y estaba allí a título de experto. Uno de esos expertos, que investigaba en una de esas instituciones americanas que gastan mucho dinero porque tienen rumbosos mecenas, era Dennis. Ya he contado alguna vez que es fácil imaginar su físico porque parecía y quizá lo era hermano gemelo de Clive Owen. Las distintas manera en que Clive se manifiesta en la pantalla, a veces hermoso, otras veces temible, incluso despistado y sobre todo fuerte, armado, letal, podía transplantarse al carácter de Dennis. No fui la primera que notó el parecido porque una chica se lo comentó en voz alta el primer día. Era una muchacha morena muy guapa, con aire de ser mexicana y una sonrisa muy pícara. Se llamaba Nadia. Nadia y yo nos hicimos pronto colegas y las dos comentamos entre risa lo atractivo que era aquel profesor de no sé qué. Sus cálculos matemáticos aplicados a la investigación llegaron a parecernos lo más interesante del curso y, por supuesto, no nos perdíamos ninguna de sus clases, ni formal, ni informal, esas que se daban a pie de barra de bar. 


/Campus de Stanford University/

En la sala de cine solíamos encontrarnos un puñado de acérrimos cinéfilos que perdíamos a propósito la hora del descanso, de la siesta en mi caso, para ver películas clásicas que no sé quién elegía aunque con un criterio buenísimo. La penumbra de la sala, en la que no cabían más de treinta personas, nos hacía concentrarnos en la película en cuestión y era una forma de verlas muy diferente. La sala siempre estaba llena y tras los dos o tres primeros días, ya parecía que todos los espectadores habíamos desarrollado entre nosotros una especie de complicidad. Dennis y yo coincidimos el uno al lado del otro con ocasión de ver "Historias de Filadelfia". Entonces saltó entre ambos una afinidad única consistente en reírnos en las mismas escenas. Era asombroso. Coincidíamos en todas. Era como si la película hubiera causado en cada uno exactamente la misma impresión, las mismas sensaciones. Más de una vez nos miramos al reírnos y, al final de la proyección, salimos despacio por la misma puerta y nos paramos esperando al otro. Entonces en un acuerdo tácito y en una actitud que nos parecía lo natural, nos dirigimos a tomar una copa a uno de los tugurios que rodeaban el campus. Empezó así la otra parte del curso de verano. 

/El diario de Noa, película/


/Match Point, película/

Dos días después llegó la lluvia. Era normal, dijeron, siempre pillaban unos días de lluvia en medio de los cursos. Nadie debía preocuparse, estábamos suficientemente bien resguardados en el campus y, además, todos habíamos metido en el equipaje un chubasquero. Hacía calor o mejor, era una humedad agradable, como si el agua estuviera tibia y no lograra causarte un resfriado por mucho que lo intentáramos. Estábamos en clase, mirando por la ventana, por las grandes ventanas de una clase de muebles de madera en la segunda planta del edificio, y veíamos caer la lluvia sorda y mansa, quieta, invitadora. Nadie nos avisó que después de la lluvia vendría la añoranza de su humedad salvadora y de que el calor suave pero permanente convertiría nuestras noches en una perenne cita con el insomnio. Fue entonces cuando Dennis y yo hicimos nuestros aquellos amores de película que nos habían impresionado tanto. No he vuelto a ver a Dennis después de aquello pero eso no importa. Basta con que Clive Owen aparezca en alguna película para volver a recordar ese timbre de voz, esa sonrisa a medias dibujada, esos ojos que luchan entre el gris y el verdoso, ese pelo incansable frente al viento, ese beso, Dennis, esos besos. 


/Clive Owen en "Closer", el doble de Dennis/

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