Dice tanto esa mirada...

 


Lo primero que percibes cuando alguien se te muere es que ya no te verá. Lo que eras y veía ha desaparecido. Eres otra persona. La primera vez que te convertiste en otra persona fue cuando murió tu padre. Nadie lo notaba pero eras otra. Después de tres días de llanto ininterrumpido salió la mariposa a decir que todo se había transformado sin mediar procedimiento alguno, por el sencillo trámite de la pérdida. Ese hombre que tenía manos suaves de trabajador constante y que comía con delicadeza y que guardaba siempre todo para los otros, sin reparar nunca en sí mismo, sin pensar en que fue niño solitario, niño abandonado, niño pobre, niño sin ser niño. 

Luego pasaste a ser un fantasma callado cuando murió tu madre y la fecha de su muerte no coincidía con la fecha de su adiós, es más, no existió adiós, solo desapego, olvido, el brutal alejamiento de quien no sabe quién es ni quién eres, ni percibe la fecha del día, ni nota el calor o el frío, ni desafía ya a los que mandan con su fervor político, ni recuerda su casa ni a su madre, ni piensa en que sus hijos la están mirando esperando alguna señal, algo que indique que ellos siguen de algún modo en ese corazón cansado y perdido. 

Y al poco tiempo, en una rueda incesante de tristezas coloreadas por la hermosura del verano y sus gentes ansiosas de vida, al poco tiempo él se marchó después de sufrir, no una marcha tranquila, no una marcha suave, no una marcha solitaria, sino una marcha compulsiva, atroz, una marcha para la que no estaba dispuesto. El hombre se dejó vencer en el último momento y las lágrimas ya se habían marchado por la puerta de atrás. Sin lágrimas, el duelo es solamente silencio. Lo peor es el silencio y la lejanía del abrazo, del contacto, de la risa compartida, de su figura digna soportándolo todo, de su ayer cercano en un círculo que os abarcaba y que se llama familia. 

Entonces te miras al espejo, haces una selfie con un teléfono blanco que él te había regalado mientras el suyo propio era viejo y antiguo (porque prefería lo mejor para ti sin ninguna avaricia) y el selfie te devuelve a una muchacha sin edad, a una mujer sin nombre, un rostro adormecido por el dolor, por los interrogantes, sin nada más que una leve sonrisa y unos ojos casi hundidos de llorar porque las lágrimas, ellas entonces sí, volvieron en cuanto él se convirtió en ceniza que cubre los campos de olivos a los que tanto amaba. Entonces, al mirar esa foto, te diste cuenta con toda certeza, sin duda, sin preguntas, sin esperas, que nunca nadie te mirará como él lo hizo. 

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