Eclipse de luna
(Anochecer en la playa de Valdelagrana)
Éramos tan jóvenes. Nos habíamos reencontrado después de algunos años. La adolescencia había pasado y la primera juventud nos convirtió en dos personas diferentes, pero con un punto de proximidad con lo que fuimos. Tú, un muchacho guapo y lleno de risas y ocurrencias, listo, gentil y con una predisposición única a los besos de película. Yo, una especie de hada que saltaba de pétalo en pétalo y que llevaba un vestido vaporoso y algo transparente.
Nos fuimos a la playa. Sentados en una barandilla de piedra, bordeando la orilla, pisando la arena, allí vimos pasar la noche, acerarse las estrellas y desaparecer la luna. El eclipse fue total y todo se volvió anaranjado y luego azul, luego dorado, y, más tarde, de un gris parecido a las naves espaciales. Mirábamos el cielo y nos besábamos, tantos besos como extrañeza había. Las manos en las manos, los ojos en los ojos, hasta los pies se enredaban en las sandalias y la arena aún cálida del día.
Qué rápidas pasaron esas horas, qué pronto amaneció, qué dulce ese sonido de tu voz cantando las coplas que tanto te gustaban, qué ardoroso el abrazo del final. Del adiós. Hasta nunca.
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