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Clive Owen, una falda tubo y el tipo de la camisa blanca

 


No sé si me gusta Clive Owen porque me recuerda a aquel tipo o al revés. El caso es que también usaba camisas blancas y también tenía ese color indefinido de ojos, que tanto parecen grises, como azules, verdes o, incluso, plateados. Unos ojos con doble intención, que podían ser duros y sin compasión o tiernos y plagados de dulzura. Aquel tipo, lo llamaré así para aclararnos, tenía una personalidad dual, oscura y transparente a la vez, y las muchachas como yo, que sofocan las penas del amor con otras penas mayores, podemos ser presas fáciles de un vaquero bien llevado y una camisa de lino. En una de esas crisis amorosas por no sé quién (lo bueno de todo esto es que el olvido es la premisa) surgió un viaje al extranjero por un par de meses (el remedio eficaz, poner tierra de por medio) y allí estaba este Clive sin filmografía, con su aspecto de eficaz desaliño, su conversación filosófica y su mirada ardiente de unos ojos con color no identificado. Imposible resistirse a su llegada a nuestras citas en la plaza de aquella pequeña ciudad del sur de Francia con su coche azul marino que aparcaba de cualquier manera, las llaves en las manos repiqueteando y el andar decidido de un héroe de película. Clive le hubiera puesto un notable en andares. Creo que la forma de andar es lo que más distingue a unas personas de otras y aquel tipo parecía haberse criado viendo películas de Henry Fonda. 



Lo que tiene el amor de aventura y peligro es lo que lo hace insustituible. Cualquiera de estos meses vale su peso en oro. Es verdad que la vida serena, la tranquilidad de la pareja estable y todo eso tiene buena prensa seguramente porque llega un momento en que es necesaria. Pero la aventura tiene perfume de imaginación, de duda, de dicha, de trampolín, de verdor de plantas, de olor a algas del mar. Da igual que después aquel tipo se desvaneciera en la distancia o que tú misma pusieras, de nuevo y para no variar, pies en polvorosa, o que aprendieras una lección práctica sobre narcisismo y vanidad. Da igual porque ciertas experiencias tienen para siempre la facultad de la presencia eterna, de la presencia dispuesta que se renueva y sale a la luz al poco que veas una película. Puestas en la balanza de esos amores, de este amor, están las tardes de olor a lilas, las mañanas pletóricas de sábanas revueltas y café recién hecho, los mediodía tranquilos a la espera de que el calor bajara, los paseos entrelazados con besos, todo, en fin, lo que hace diferente un pasaje de tu vida a la espera del próximo. Clive Owen no sabe que la chica con falda de tubo que entonces era yo, y que en aquellos días cambiaba de idioma y de pensamiento, lo ha convertido en el icono de esa época. La época de los lazos de raso en el pelo, de los rizos sin peluquería, de la cara sin maquillaje, del corazón sin cortapisas. La época de las sandalias azules, del bolso rojo con un adorno de rosas, de la maleta que tenía un perrito dibujado en una de sus caras, del sombrero de paja que cambiaba de adorno, de andar a saltos, de correr, de vivir, de tanta y tanta vida... Aquel tipo perdió su sitio y ni siquiera lo supo pero Owen, con su hoyuelo, su gesto serio, sus ojos entrecerrados, su camisa blanca, lo conserva por los siglos de los siglos. 

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