Claro sol de octubre
(Uta Barth, fotografía)
Había un sol. Un sol de octubre, avaricioso y espléndido. Y era la calle. La intersección de tres calles dejaba el horizonte despejado. Yo, en la calle. Yo, de niña, saltando charcos, subiendo y bajando la calle. La calle, mi reino. La calle, el espacio sideral, virgen, imposible, impredecible. Un hueco entre las espadañas, las azoteas, los balcones y los tejados se abría paso para que la luz cruzara sin tasa. En esa intersección de los caminos, en ese cruce, estaba yo y llevaba unos zapatos de color rosa y unos vaqueros grises y una gabardina, fina y etérea, malva, del color de las lilas aún no nacidas. Era la resurrección. Volaba.
Era mediodía, era viernes, las clases habían terminado por esa semana, ya no había nada que hacer salvo, quizá, sentarse a disfrutar de ese rayo de sol, pasear por la calle con los zapatos rosas, moverse de un lado a otro, hablar, hablar, reírse. Por vez primera en años fui feliz, no tuve miedo, ni dolor, mis pies se movían con soltura, no me costaba trabajo mirar a los ojos de mi interlocutor, parecía nueva, parecía hermosa, parecía ligera. Después de un instante, quieta en medio de aquella soleada suavidad, se movieron rápidos mis pies, libres después de tanto, libres de verdad. Un sol de octubre, clarísimo sol de octubre que movía los ojos y abría las ventanas.
(En Nîmes, en la finca del profesor Fesquet y de Marie, en septiembre, con los rayos del sol, ese otro sol, expectante. Foto M. Litrán)
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