Desayuno con algunos diamantes
Un calor asfixiante rodeaba la subida a Cazorla. Sudaban las hojas de los árboles, sudaba el suelo, sudábamos. En una ocasión hubo que pararse, todo palpitaba al mismo tiempo que el sol caía sin ninguna piedad sobre nosotros. Así eran las excursiones y así era el tiempo del verano que vivíamos hasta la extenuación. En el pueblo no era distinto. Las charlas del mediodía, el camino a la casa desde el bar, la siesta, el sueño y el sopor que la rodeaban, solo podían compensarse con los baños a medianoche o al amanecer en la piscina. Esa clase de verano en que un vestido naranja podía convertirse en el camino más seguro a la feria. Los chicos tenían ingenio, inventaban tretas para que pudiéramos dejar la casa a una hora intempestiva y, sobre todo, para que el árbol que estaba delante del balcón nos convirtiera en julietas sin romeos, en anhelantes hadas, todo lo que los primeros amores traen consigo. El mío era más guapo y más joven, más moreno y de ojos más oscuros, más tierno y más amable. Era una especie de esas que protagonizan cualquier encuentro con diamantes por medio.
(Foto: Cecilio Lobato León)
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