Hay una bondad que busca su sitio
A veces la bondad es un haz de luz, como en esta fotografía de Eggleston. Muchas otras veces es un malentendido. Confundimos bondad con bobería y listeza con maldad. Los cinéfilos estamos tan influenciados por el cine negro, donde el malo luce glamour y fuerza, que nos perdemos la ocasión de reconocer la bondad donde la hay. Y está sin llamar la atención, sin atrofiarnos de publicidades, limpiamente.
La gente buena soporta algunos refranes infumables: Soy buena, pero no tonta. La bondad está a un paso de la tontería, de la estupidez. Los buenos parecen serlo porque no pueden ser otra cosa. Y se contraponen no a los malvados, sino a los espabilados, a los listos. Por eso la bondad tiene un aire antiguo que nos confunde.
Muy poco nos fijamos en lo que la bondad tiene de entrega, en lo que tiene de renuncia y en lo que tiene de belleza. Si así fuera, muchos clichés desaparecerían y nunca aplaudiríamos al pícaro que se sitúa por encima nuestra para sacarnos los ojos. Pero es tan aburrida la bondad, pensamos, tiene tan poco aliciente ser bondadoso. Bondadoso o bueno, alejado de lo que hace daño y cercano a lo que embellece el carácter, estamos abocados a no entender que hay un haz de luz en la bondad y que abarca mucho más espacio que nosotros mismos. Porque la bondad expande bondad y la maldad reduce el campo a una estrecha franja de dolor sin fin.
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