"Un hombre muerto" de Ngaio Marsh

 


Si tengo que citar a las más importantes escritoras de la edad de oro de la intriga británica ahí estarían Agatha Christie, Dorothy L. Sayers, Josephine Tey, Margery Allingham y, desde luego, Ngaio Marsh. "Un hombre muerto" tiene una ordenada secuencia de capítulos del 1 al 16 y un epílogo. En la novela se deslizan algunas expresiones en francés, algo que no puede faltar en ninguna historia de detectives y algún "masculló". Roderick Alleyn, al que todos tratan por su apellido y su cargo es un inspector de Scotland Yard y quien se encontrará la tostada servida en una mansión del campo inglés. En pocos lugares suceden más crímenes que allí, pero son siempre crímenes selectos, colocados en bandejas de plata y no tienen nada que ver con Chicago, Nueva Orleáns ni ninguno otro centro de la criminalidad organizada. Esto tiene mucho más glamour y todo parece más sencillo. 


La gente selecta que pasa los fines de semana en estas mansiones es muy amante de los juegos de mesa, de los partidos de tenis, de las cenas pomposas y, desde luego, de algunas distracciones como torneos de palabras o adivinanzas. Entre esos juegos está, cómo no el Juego del Asesino. Cualquier cosa puede pasar a partir de aquí. Los invitados a Frantock viajan en primera clase, incluso cuando esto no entra dentro de sus posibilidades. El tren es un territorio tan inglés como el pudding. En los trenes ingleses puede suceder de todo y están siempre presentes en todas las historias de alguna manera. No son solo un medio de transporte, son un emblema, un símbolo. De igual manera que en el lejano Oeste el tren articuló no solo la vida de los pueblos sino su existencia, aquí en Inglaterra, son el signo de una época y de una filosofía que situó a todos los pueblecitos de la campiña a un tiro de piedra de cualquier estación. 

Charles Rankin y Nigel Bathgate son dos de esos invitados y los dos viajan en tren. Ambos dedicarán un rato a hablar del resto de personas que compartirán ese fin de semana: el doctor Foma Tokareff (alguien exótico para dar mucho juego); Arthur y Margaret Wilde, un matrimonio muy agradable a decir de los dos; Ángela North; Rosamund Grant ("una mujer morena y alta cuya extraña y autoritaria belleza resultaba difícil de olvidar") y Sir Hubert Handesley, naturalmente, el anfitrión, un hombre "casi demasiado apuesto". 

La salsa está ya lista para que ocurra cualquier cosa, incluso a los criados, esos elementos tan insobornables y sagrados que en este tipo de narraciones siempre tienen importancia. De modo que no podrá extrañarnos que alguno desaparezca y que surja algún muerto que constituya el centro de la investigación. De ese modo, el inspector Alleyn entrará en la historia. 


Ngaio Marsh (Nueva Zelanda, 1895-1982), tuvo una vida muy larga y afortunada. El hecho de que hoy en España incluso los amantes de lo detectivesco no la tengan muy presente solo se debe a la sequía de traducciones. Pero tuvo una buena educación e intereses muy variados entre los que destacaban la pintura, el teatro y la escritura. Escribió más de treinta novelas y su detective, ya citado, llegó a tener gran fama. Recibió premios y distinciones y alternó su vida entre Gran Bretaña y Nueva Zelanda. 

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