Lúcida ingenuidad
Una vez me casé por deporte y la otra por amor. No hay color. La primera boda tuvo una suntuosa celebración en un lugar de moda, vestidos caros, peluquera a domicilio y modista privilegiada. Los preparativos duraron muchos meses, el número de invitados era aterrador, todos los números eran aterradores. No se quedó atrás el viaje de bodas, al extranjero por supuesto, en plan sur de tal o cual país, en plan vacaciones inolvidables. Si algo le faltó, sin embargo, a ese viaje, fueron los sentimientos que diferencian el protocolo de la pasión. Casarse por deporte es lo que tiene, que todo tiene un aire ya sabido, hueco de aventura, hueco de ese tictac que nubla la razón algunas horas. Todo era tan bonito por fuera como aburrido por dentro. No se lo aconsejo a nadie salvo por el hecho de que ser divorciada es chic.
La otra vez, la segunda, era el hombre adecuado. De entre todas las personas del planeta, era la persona perfecta. La que entendía sin explicaciones, la que conocía el olor de las rosas de mi propio jardín y era capaz de distinguirlas entre todos los demás jardines del universo. Si hallas esa persona deberías casarte. Estas bodas siempre dan años felices. Junto al mar, esta vez de azul y de no de rosa como la primera vez; con lirios y no con nardos como entonces; con muy poca gente; con la tarta de Alicia; con el viento de levante y no con el calor tórrido del asfalto. Es cierto que la vida te asesta puñaladas y te quita las cosas a destiempo. Pero si miras las fotos de esta boda notarás que sobrevuela algo único que nada puede arrebatarte. Ni la muerte.
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