La hermosa peluquería
(Six models. 1950. Nina Leen. Ninguna de las chicas cruza la mirada. Todas están impecablemente vestidas y peinadas)
En mi barrio, unas calles más allá de la mía, había una pequeña peluquería de esas a las que acuden las señoras de los alrededores. Tres muchachas con uniforme rosa trabajaban allí y llevaban el negocio con donaire y paciencia. Las mujeres no somos cualquier cosa a la hora de elegir peluquera y de arreglarnos el pelo. Por eso, cuando encuentras a alguien que te escucha cuando das instrucciones y no se salta a la torera lo que le dices, entonces le juras fidelidad para toda la vida. Córtame solo las puntas. Que el flequillo no me tape tanto los ojos. Las orejas, mejor descubiertas. El remolino de arriba, que se controle. El color, ya sabes, como siempre, nada de rubio platino. Ese matizador me da picores, mejor otro que sea más light. No me pongas espuma, que me da grasa. El secador quema. Y así, blablablablabla...Peluquerías.
A la peluquería acudían señoras muy entradas en años, de esas que llevan el pelo cortito, algunas con un suave tinte castaño, otras casi rubias y muchas de ellas en hermosos tonos de plata, la plata del tiempo y la experiencia. Las peluqueras eran divertidas y campechanas, no se andaban con tonterías. Para empezar, eran peluqueras y no estilistas. Cortaban con sencillez y naturalidad, sin usar términos franceses, no recomendaban atrocidades modernas y respetaban el gusto de las señoras, que estaban encantadas con hacerse arreglar y escuchar. Porque la peluquería aquella, como otros, era un nido de confidencias, un encuentro fugaz entre personas que tenían cosas que contarse, una forma de socializar y de aprender historias orales que no se encuentran en los libros. Blablablablabla...Peluqueras.
La crisis ha terminado con el local y sus dueñas. Unas sencillas autónomas que han tenido que volar y dejar de lado su bonito y coqueto negocio por eso de que no pueden sostenerse los gastos en esta situación. Ahora, en su lugar, y para aprovechar los aparatos, hay un rótulo que anuncia "Estilismos Marilú", con un tono francés y contemporáneo que ha echado para atrás a las antiguas parroquianas, ninguna de las cuales ha vuelto a pisar el local ahora que sus tres antiguas dueñas se han marchado. No quieren estilismos, sino que alguien les arregle el pelo. No se fían de las mechas balayage, ni de las babyligth, ni de los dos tonos menos, ni tampoco de las ampollas de volumen, de los alisadores, el champú ecológico (y carísimo), ni el tinte rosa, malva o verdoso. Tampoco se fían de las nuevas peluqueras, ahora estilistas, todas vestidas de negro, pitillos, camisetas y unas sandalias raras que parecen demasiado americanas, demasiado de Brooklyn. Ellas, las señoras del barrio, quieren su media melenita de siempre, o su corte cómodo, su tono de toda la vida y su secador de mano sin más flash, ni flush, ni lechees...La crisis sanitaria no solo se ha llevado vidas, sino almas, porque arreglarse el pelo en la peluquería de siempre y que tu peluquera escuche tus cuitas diarias, las más sencillas y elevadas que imaginarse pueda, es alimento para el espíritu, un agua fresca sin la que se no se puede pasar, un soplo de corazón que se ha perdido como el negocio de las tres muchachas simpáticas del uniforme rosa.
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