Ovejas


     Era un día cercano a la primavera. Los niños estaban ansiosos por salir al aire libre. Las clases se estaban haciendo pesadas. El olor del azahar inundaba todos los espacios, la escalera, las aulas, los pasillos y llegaba, recóndito, al corazón de todos. Los niños tenían sed de aventuras. Eran niños especiales, siguen siéndolo. Dibujaban cuentos, escribían historias. Querían ser piratas, peluqueras glamurosas, actores de fama, policías que salvaran al mundo, geniales artistas de la danza, abogadas implacables, maestras cariñosas...

A la una del mediodía ocurrió un curioso milagro. Las cabezas de los niños se asomaron a todas las ventanas para observar un enorme rebaño de ovejas blancas que se adueñaron sin permiso del patio del recreo. Pastaban a sus anchas. Rozaban con su pelo los pinos que habíamos plantado días antes y a punto estuvieron de comérselos todos. No eran unas ovejas bien educadas, sino salvajes, aventureras...Estaba claro que no habían asistido a ninguna escuela ovejil...

La radio dio noticia del acontecimiento. Todos decían que había que levantar una valla, un muro enorme, que impidiera en el futuro el paso de las ovejas por el patio de los niños. Pero yo creo que ellos y yo pensábamos lo mismo: no queríamos muros, no queríamos vallas, sino bicicletas sin candado, pérgolas de rosas sin arrancar y, si mal no viene, de vez en cuando, el desfile candoroso de las ovejas por delante de nuestros asombrados ojos. 


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