Lucía, en la intemperie

 



Lucia Berlin (1936-2004) es una de esas figuras ocultas (casi siempre femeninas) que se desvelan de milagro o de casualidad y nos hacen preguntarnos dónde estaban. No estaban en ningún sitio y eso es lo malo. Los más interesados en que nuevos (y buenos) escritores salgan a la luz son los lectores, porque para ellos (para nosotros) es savia, aliento y sorpresa. Luego hay algunos editores que buscan el hallazgo sensacional (o el peloteo) y también están los escritores, a quienes, en general, nada interesa, ni las voces nuevas, ni los redescubrimientos, ni la búsqueda del talento (salvo si es el suyo propio). Muchos gastan ese curioso polifacetismmo que los hace también, a la vez, editores, traductores, críticos literarios, reseñas y activistas culturales. Una curiosa simbiosis que los convierte en arte y parte. Quizá por supervivencia o por asegurarse que no van a depender de tal o cual círculo, que aquí los círculos son, en ocasiones, cuadrados. 

Los escritores son ese gremio que se reconocen unos a otros y se niegan a entreabrir la puerta, salvo con santo y seña. Y eso desde siempre, de toda la vida, basta ver las disputas y los enconamientos entre geniales literatos, que salpican la historia escondida de la literatura. Todo cuidado con la competencia es poco. Gastan dagas florentinas, saludos con capa y sombrero pero esconden, en realidad, las artimañas necesarias para quitarse de en medio un rival. Entre unas cosas y otras Lucia Berlin, sin aval, ha estado por ahí y al aparecer ha constituido uno de esos milagros del boca a boca entre lectores al que se suman entusiastas todos los demás, cuando el trabajo está casi hecho, curiosa manera de hacerse el listo de pronto y sin galones para ello. En esto de encontrar valiosas piedras escondidas entre guijarros oscuros, el lector es un detective de raza que no tiene precio. 

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