La mirada que busca
Siempre que pienso en mi madre la relaciono con el cine. Ella era una acérrima admiradora del séptimo arte y una entendida en películas porque las había visto todas desde que era muy pequeña, porque el cine era su refugio y era su posibilidad de soñar. Alguien que sueña tanto y que tanto persigue un sueño, es alguien que merece la pena conocer y tratar. Ella era así, una especie de hada en medio de la crueldad de la vida. Un alma inocente. Si pudiera darse marcha atrás en el tiempo yo escribiría una historia diferente con ella. En lugar de escapar de la vida cotidiana y darme a la aventura, esperaría tranquila sus confidencias y observaría su modo de abarcar la marcha del mundo. Era sabia y, a la vez, una mariposa con las alas siempre muy cerca de las llamas. Su memoria fabulosa (era capaz de recordar todas las letras de todas las canciones, todos los diálogos de todas las películas, los nombres de todos los actores y actrices, los títulos de libros) solo iba pareja a su habilidad con las manos. Sabía cocinar, coser, hacer extraños dibujos, construir muñecas, hacer volantes de gitana, preparar disfraces, todo lo que se puede hacer con las manos era capaz de hacerlo, incluso tareas ingratas para otros como cortarle la cabeza a un pollo o a un pavo vivo o limpiar el pescado. Estaba al día de toda la actualidad, fuera política, rosa, literaria o cinematográfica. Al día también de los cotilleos inocentes de los vecinos y del devenir de la calle, su paraíso, el universo en el que vivió y que la representa más que ningún otro. Cuando ese escenario tan suyo cambió en un momento de su vida, parece que algo se perdió y que algo se rompió para siempre. Quien sabe si esa pérdida, la primera, no se unió a otras para construir un muro de olvido en torno a ella. A mí me quería especialmente, de la forma en que ella lo hacía, es decir, sin decírtelo. Me quería porque sabía que nunca le daba problemas, porque iba avanzando en mi vida con pasos firmes y sin crearle disgustos, al contrario, sé que tuvo enormes satisfacciones de cada cosa que conseguía. Se alegraba por todo. No era muy cariñosa, es verdad, o mejor dicho, no sabía expresarlo. Era una mujer muy tímida, aunque no lo aparentaba porque era graciosa y ocurrente. Pero esa timidez se notaba en la dificultad para el abrazo o para la palabra de cariño. La entiendo porque yo también era así, y digo era porque el paso del tiempo me ha enseñado que guardarse el sentimiento es algo que no conduce a nada. No creo que ella fuera consciente de eso, más bien siguió siendo siempre la niña incomprendida, la niña distinta, la muchacha diferente a las demás, a la que le gustaban cosas distintas que a las otras. Como me fui de mi casa muy pronto, siempre que volvía me decía lo guapa que estaba y aprovechaba el tiempo para hacerme vestidos, faldas, blusas, pantalones, todo lo que se ponía a su alcance. Esta tarea la hizo siempre conmigo porque el resto de mis hermanas no tenían ningún interés en la moda ni poseían la figura delgada y agradecida que yo tenía. Así que fui su modelo y las dos diseñábamos ropa en un ambiente relajado y divertido. Era también una buena administradora, que nunca tiraba el dinero y que sabía estirarlo para que cubriera todo lo importante. Le horrorizaba pedir ayudar y nunca lo hacía. Tampoco pedía nada para ella, siempre era la última en todo. El significado de generosidad es, sencillamente, ese. Si viviera, estaría al día de todo, de las redes sociales, de los vídeos en internet, de las plataformas de cine...estaría al día de todo porque siempre fue una mujer de su tiempo, incluso cuando ese tiempo convirtió en una lucha titánica un gesto tan sencillo como cruzar las manos sobre las rodillas. Era guapa, lista, simpática y mordaz. Capaz de sacarte una sonrisa o de enfadarte al mismo tiempo. Era mi madre y la quería. Aún la quiero, siempre la quiero.
(Ellen Burstyn, la actriz de la foto, nació el mismo año que mi madre. Tenía su sonrisa pícara)
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