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"Fin de trayecto" por María Sanz


 El Cameo de María Sanz tiene forma de prosa, ella que es poeta desde que nació. Sin embargo, quizá en el fondo de este relato subyace a escondidas la poesía, quizá los versos insuflarían algo de vida a la desesperación, a la amargura...

Fernando estaba harto de todo. Se quejaba del trabajo, un puesto administrativo en la mejor empresa de la región; de los vecinos, molestando todas las noches con el volumen del televisor al máximo; del tráfico rodado, por sus modales irrespetuosos hacia los peatones. En fin, Fernando era una pura protesta viviente. Él, a diferencia de los demás, se tenía por un hombre casi perfecto. No daba ruido, no contraía deudas, procuraba exigir lo mínimo tanto a los compañeros como a la familia, de la que también renegaba por su exceso de visitas en las pocas horas libres de que disponía. Todo a su alrededor le provocaba un rechazo irremediable, difícil ya de superar a su edad madura.

Aquella tarde, al llegar a casa, Fernando se encontró menos agobiado que de costumbre. Decidió cenar pronto y, si no llovía, ni hacía frío, calor o demasiado viento, a lo mejor se daba una vuelta por las afueras de la ciudad, donde existían urbanizaciones de chalets con calles poco frecuentadas. Vestido con ropa deportiva, y a punto de salir, recordó que tenía un viejo aparato con auriculares guardado en un cajón desde hacía tiempo, que no utilizaba mucho porque le molestaban aquellos cascos tan incómodos para sus delicadas orejas. Pero Fernando estaba esa noche dispuesto a ceder un poco a sí mismo, y en cuanto se vio lejos del barrio, con su música favorita sonando para él solo, e incomunicado de tantos ruidos insoportables, buscó una zona residencial de casas tranquilas, rodeadas de jardines, que según le indicara un compañero de trabajo, era una especie de paraíso semioculto para el resto de los ciudadanos, dado el silencio y la tranquilidad que allí se respiraba.


Era ya noche cerrada cuando Fernando llegó a lo que parecía ser la calle principal de aquella urbanización. A simple vista tenía un trazado largo y recto, bordeado por farolas que no proyectaban demasiada luz sobre el asfalto, totalmente vacío de coches. Las casas, verdaderos palacetes, maravillaban al visitante por su aislamiento entre ellas, diseñadas para una verdadera intimidad. Qué placer ignorar a los vecinos, pensaba el caminante mientras iba por la acera bien enlosada, disfrutando de una música vibrante que no concordaba del todo con aquel ambiente apacible. Algunos árboles asomaban sus copas tras los cercados, al igual que podían vislumbrarse las luces hogareñas que en la imaginación de Fernando eran símbolo de tranquilidad.

Apenas llevaba recorridos varios metros cuando una niña abrió la cancela de un chalet, haciéndole gestos cariñosos y moviendo sus manos. Fernando, con los auriculares a todo volumen, la observaba preguntándose por qué estaría la chiquilla a aquellas horas fuera de la casa, pensando a continuación en unos padres poco responsables. Si él tuviese hijos, no iba a permitirles asomarse a la puerta para molestar al prójimo, y menos a un respetable paseante. Qué barbaridad, cómo estaban las cosas de disparatadas... Miró, no obstante, hacia atrás, para saber si la niña continuaba allí, pero ya había desaparecido. Decidió entonces caminar a un paso más relajado, sintiendo como si la calle se alargara sólo para él, con las farolas dándole la bienvenida a cada tramo. La serenidad que le ofrecían aquellos lugares no podía compararse con el desbarajuste urbano, tan cruel e irreparable.


Al llegar al primer cruce, estuvo tentado de torcer hacia un lateral. Pero no, eso no, lo prudente era avanzar en línea recta, coincidiendo con su estilo de vida, sin el más mínimo desliz. El ruido de los grillos, que Fernando no percibía, enmarcaba aquella aventura dentro de un espacio monótono, parco en sensaciones, como no fuese la leve caricia de la brisa nocturna. De pronto, apareció un hombre al filo de la acera agitando los brazos, como avisándole para que retrocediese. Fernando creyó que estaba enajenado, pues el movimiento de su boca delataba unos gritos que a él se le antojaban del todo impertinentes. Vaya estúpido, qué manera de incordiar... Para qué iba a quitarse los auriculares y escuchar tonterías a aquellas horas, cuando lo mejor sería fingir que no le había visto y aligerar un poco el paso.

Pero el desconocido insistía en detenerle interponiéndose de nuevo en su camino. Fernando le apartó, huyendo de una situación ridícula que demostraba la falta de educación y respeto de aquel individuo. Nervioso, corrió durante un buen rato hasta que se convenció de que volvía a estar solo. La música también se había acelerado, aunque ahora nada le importaba tanto como sosegar su respiración tras el esfuerzo.

La calle parecía no tener fin. Fernando dudó sobre dar la vuelta y regresar a casa, pero rechazó al instante tal indicio de cobardía. Cómo abandonar ahora, cuando la noche estaba de su lado brindándole aquella soledad jamás vivida. Tenía que llegar a alguna parte, venciendo todos los obstáculos que surgieran, como tantos hombres que habían hecho historia. Giró su rostro a derecha e izquierda, mientras las luces de algunas casas se apagaban paulatinamente. Eran ya más de las doce cuando Fernando volvía a tranquilizarse, lejos por el momento de cualquier sobresalto. Pero fue una mujer, joven y exuberante, la que se le insinuaba ahora desde un balcón abierto de par en par. Sus señales inequívocas para que subiera dejó al hombre un tanto perplejo. La tentación, pensó, eso era la tentación. No debía sucumbir como sus indignos compañeros de trabajo, cuando le contaban experiencias con semejantes señoras. Para no ser descortés le dijo adiós con la mano, mientras ella no se daba por vencida y bajaba hasta la calle intentando atraerle. Fernando volvió la vista, contemplando a la chica en la acera con gestos de enfado. ¿Sería posible que no le dejasen en paz? Parecía una confabulación de energúmenos contra un ser civilizado. Huyó nuevamente a la carrera, sorteando las losas levantadas en el cada vez más oscuro pavimento. Había llegado a un tramo en el cual las casas se distanciaban bastante entre sí con la consiguiente escasez de luz.


Empezó a notarse el relente propio de aquellas horas. Fernando no perdía la paciencia, en su confianza de alcanzar una meta ignorada hasta entonces, pero que seguramente le llevaría al descubrimiento de algo. Escuchaba una melodía empalagosa, como compuesta para su sosiego. Y qué envidia la de sus compañeros cuando oyesen el relato de aquel misterioso itinerario, plagado de encuentros sin sentido, que ahora le subyugaba con más fuerza que nunca. Antes de que saliera el sol descubriría hasta dónde se alargaba su aventura, trazada en principio como un simple paseo. Sin embargo, aún le esperaba otro susto al verse sorprendido por la figura inquietante de un viejo que surgía detrás de un árbol, agitando su bastón como advertencia.

Fernando no daba crédito. Apenas reanudaba la marcha cuando aparecía alguien para importunarle. Mucha firmeza, eso era lo que él debía demostrar siempre. El viejo, persiguiéndole con escasas fuerzas, parecía una sombra fantasmal que a duras penas logró eludir. Entonces advirtió que la calle no tenía ya acera, que se encontraba ahora en un inhóspito terreno cuyos contornos se desfiguraban, adentrando al caminante en parajes casi despoblados. Tan sólo podían adivinarse las siluetas de algunos muros ruinosos, incluso unas extrañas pintadas que anunciaban algo así como Fin del trayecto, a 1 km. Ante aquello, a Fernando no le quedó más remedio que seguir huyendo hacia delante, bajo un cielo apenas estrellado que le cercaba y al ritmo de una música que invadía sus tímpanos sin piedad.

Cuando la oscuridad fue total, Fernando creyó estar ciego, aunque continuaba andando sin rumbo alguno. Instantes después, notó la ausencia del suelo, un gran vacío por el que su cuerpo se despeñaba gritando sin poder oírse, sin comprender qué ocurría. Únicamente el silencio recogió su caída como amo y señor de aquellas soledades que Fernando había elegido para ser diferente. Al poco rato, brillaron los primeros rayos del sol, comenzaron a sonar las sirenas de las fábricas, los trinos de los pájaros, las risas de los niños. Con la llegada de esos rayos, siempre había hombres que se sentirían molestos por ir a trabajar, por el ruido del tráfico o por llevar a sus hijos al colegio, con lo inaguantable que era todo.


(Pinturas de Edward Hopper, Nueva York, 1882-1967). Admirador del impresionismo y de la pintura italiana del renacimiento, él se adscribe a lo que se llama "realismo americano", una pintura de carácter urbano que no quiere solo representar lo que se ve, sino crear una historia interior en torno a sus cuadros y sus personales. Es el pintor de la soledad, del desarraigo y de las relaciones difíciles. En ese sentido, su absoluta modernidad hace que permanezca en total vigencia. 

María Sanz, Sevilla, 1956, es la autora de este relato. Sanz lleva publicados más de treinta libros de poesía y ha conseguido prácticamente todos los premios que pueden darse a un libro de versos. Sus temas van desde la nostalgia de la infancia, a la observación de las emociones humanas, así como a aquellas vivencias que tienen que ver con el desarrollo de los seres humanos: vida, amor, madre, muerte. Todo ello con un estilo pulcro, absolutamente auténtico y personal. 

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