Gabardinas en Madrid

 


Gran Calle de Alcalá, cómo reluce

cuando suben y bajan

los andaluces.

(Caracoles de Don Antonio Chacón)


En estas latitudes la gabardina es un adorno, una especie de capricho que nunca encuentra su sitio del todo. Una incongruencia, una exageración, un juguete. Por eso suelen pasar más tiempo del debido en el armario y por eso apenas ven la luz, salvo que haya un día nublado sin demasiado frío, una tarde en la que empieza a refrescar sin que lo esperes o el deseo de que haga juego con el bolso y ahí te lances sin más. 

Cuando "subo" a Madrid (expresión esta tan normal como la contraria, "bajar a Sevilla") siempre meto en el equipaje alguna gabardina y estoy segura de que tendrá su función y hará su avío. Últimamente subir a Madrid es un imposible y esa especie de barrera te crea un sentimiento de desolación más profunda de lo que puede parecer. Es como si Despeñaperros se hubiera convertido en un muro de Berlín sin alemanes, como si el enemigo, agazapado, pudiera aparecer en cualquier sitio. 

Los andaluces hemos subido y bajado a Madrid de toda la vida. Los flamencos dejaban aquí el hambre y se marchaban a los tablaos y a los cafés cantantes en busca de oportunidades. Ellos, agradecidos, lograron crear en Madrid el gran centro del flamenco, bastante más nutrido que cualquier ciudad andaluza por mucho que blasone de orígenes. Muchas familias hicieron lo mismo en determinado momento y Madrid se llenó de gente de afuera, que es la forma en la que aquí se habla de los que vienen. Igual que Cádiz, en el siglo XVIII y en el XIX, estaba poblada de montañeses, genoveses, americanos de toda índole, convirtiéndose así en un emporio de cultura y de civilización diversa, así Madrid es el sitio al que todos vamos alguna vez en busca de un antepasado o de un futuro, da igual porque son intercambiables. 

Entonces puedes lucir tu gabardina, llevarla de visita a algún Museo, dar una vuelta con ella por el Retiro, pasear por el barrio de Salamanca mirando escaparates, sentarte en el jardín del Sorolla o mirar hacia arriba. Madrid es la ciudad de España a la que se mira alto porque los edificios y su magnificencia te obligan a ello, pero no lo haces enfadada sino convencida de que es bonito y de que ese cielo azul, inconfundible, vale la pena de ser contemplado. Madrid es, también, la ciudad de los árboles, de enormes extensiones verdes que echas de menos en cualquier otro lado, de hojas caducas y perennes, de parterres, setos y visiones amazónicas sobre cualquier lago interior. 

Ahora que Madrid parece cercada por las dudas, la polémica y el desatino, debería hacer un elogio a sus días frescos propios de gabardina, a sus espléndidas mañanas con un poco de aire de la sierra y a sus tardes dulces con aroma de croissant. Ya sé que el croissant es un invento francés pero Madrid aprendió muy pronto y hace siglos que era capaz de hacerlo todo y convertirlo en castizo. 

(Foto: A.N. "Kate en Madrid, rosas y malvas")

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