Puentes de ojos perennes

 


Para ver que todo se ha ido,
para ver los huecos y los vestidos,
¡dame tu guante de luna,
tu otro guante perdido en la hierba,
amor mío!

(Federico García Lorca, Poeta en Nueva York)

 La luna es una invitada especial en los otoños de Sevilla. Luego está el sol de las mañanas y los mediodías. Están los atardeceres indecisos. Está la noche tibia. Están los puentes, todos desplegados sobre los dos lados de la ciudad. En uno de esos lados, la vida tiene sabor a pueblo, parece que todavía van a verse, cruzando la calle San Jacinto, labriegos que recorren el camino hacia el Aljarafe y que llevan alforjas o vasijas con agua y con vino, como si estuvieran a punto de celebrar una ceremonia ritual. En el otro lado, los grandes edificios que dan lustre a la imagen de la ciudad, se yerguen fantasmagóricos, abriendo y cerrando los ojos de los transeúntes, ojos perennes a la contemplación de un milagro que se repite año tras año. 

  Cruzar los puentes convierte en odisea lo que sencillo parece. El puente es la antesala del otro lado, del desconocido, del poco visto, del que suele esconderse en la vida cotidiana. El río, la gran calle de Sevilla, es plata en el otoño, después de haber refulgido con fuego en el verano, adorador perpetuo de la sombra que no llega hasta que el almanaque anuncia que octubre ha sido inaugurado. Hay puentes que tienen la prestancia de lo antiguo, que recuerdan épocas pasadas, esas en las que la ciudad se recrea sin entender el motivo. Hay otros que aparecen como constancia de que el tiempo pasa, de que el tiempo no vuelve y de que el ayer ha terminado hoy. Así, los puentes son la muestra más palpable del pulso de la ciudad y de su gente. Andar cruzando el puente, cualquier puente, con los ojos abiertos. Mirando a cada lado, respirando la brisa que sube desde el atlántico y que aquí es perceptible. Brisa desde Sanlúcar, brisa desde Doñana, brisa de La Caleta, la brisa de Triana...

   Y luego están las rosas. Las pérgolas de todas las plazas reciben al unísono la llamada del otoño y todos ellas se aprestan a desnudarse del sueño y a brillar con su matiz cansado y romántico, al son, quizá, seguramente, de una canción de Glenn Miller, de una orquesta que toca acompasando los pies, antes de que el músico se perdiera en la bruma del Canal de la Mancha, antes de que sus acordes descendieran al horror de una guerra que puso nombre al héroe y apagó el sonido del artista. Las rosas se contonean de una acera a otra y abren unos pétalos sonrosados, cuajados de estrellas cuando toca, sembrados de oscuro cuando nacen. Y cuando las rosas se ocultan, se inhiben o se pierden, le toman el relevo las buganvillas, fucsias estallantes, flores sin recato. 


    Sevilla en el otoño podría haber sido pintada por Paul Klee. En cualquiera de sus cuadros hay un sol cotidiano y naranja, una puerta que se abre sin permiso, un puente que se eleva, una luna que nace, un verso que se aleja, una canción que suena. Hay un manojo de flores que corre sobre un caballo azul. De ese modo, Sevilla podría ser todos los puentes, podría estar en todos los cuadros de Paul Klee sin que nadie hubiera adivinado su secreto motivo. Un barco atraviesa el Guadalquivir y suenan las sirenas, y su sonido se mezcla con la orquesta de Miller, y su perfil se cuela en un cuadro de Klee. Nada mejor para expresar que ha llegado el otoño y que tú, siempre tú, dejaste de vivirlo hace ya tanto... 


    
(Pinturas de Paul Klee)

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