Jaurías


Jaurías organizadas, en perfecta formación, con uniformes o sin ellos. Obedeciendo una consigna que no comprenden porque no quieren pensar en ella. Basta con obedecer y seguir adelante. Jaurías en desorden, espontáneas, sin hilo conductor, envueltas en su propia dinámica, ausentes de lógica, inefables, cobardes, huecas. 

Cualquiera de ellas puede romper el rastro apacible de un sábado por la noche y lograr que una ciudad se convierta en un infierno de fuego. Una tontería desencadena el terremoto y la jauría se mueve al compás de una música inflamable. Son robots que no tienen alma. Solo gritan. Las palabras se apagan y dejan de tener sentido, no se oyen, ni se pronuncian, son absurdas. 

Alguien puede acudir en busca de sentido común. Alguien puede intentar que la jauría ceda en su empeño y que las cosas no se terminen de estropear. Pero la mayoría de las veces será un intento inútil, un esfuerzo baldío. Porque hay tantos pecados que redimir, tanta suciedad que limpiar, tantos  crepúsculos derrotados, que ningún hombre justo tendrá la capacidad suficiente para reducir todo eso a la nada. Más bien, terminará con su cuerpo maltrecho, quizá perderá su vida y, sobre todo, se desprenderá de toda esperanza. 

En "La jauría humana" (1966) Arthur Penn dirige la caza del hombre. No una caza organizada sino la que los instintos, cuando penden de un hilo, son capaces de cincelar a golpe de estupidez y de maldad. 




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