"No conozco a nadie que mienta con tanta sinceridad"
Esa es la frase que le lanza Burt Lancaster a Rita Hayworth en "Mesas separadas", la película de 1958 dirigida por Delbert Mann sobre la obra de teatro de Terence Rattigan, que reunió a estas dos estrellas y a otras como David Niven, Deborah Kerr o Rod Taylor. Qué maravilla es el cine clásico, el cine bien hecho, el cine con oficio, con buenos actores, con una historia creíble, con un guión adecuado, con un dominio de la técnica y de la emoción a partes iguales. Eso es esta película.
En un hotel de Bournemouth se reúne un grupo de personas muy distintas, solo unidas por su estancia en ese espacio casi claustrofóbico, regentado con mano firme por la señorita Cooper (Wendy Hiller, galardonada con el Oscar a la mejor secundaria por esta película), una mujer enamorada que no se deja llevar por su pasión sino por su cabeza. Bien amueblada, por supuesto. Allí están una madre y su hija a la que domina y a la que no deja crecer. La hija es la grandísima Deborah Kerr en uno de los papeles más interesantes de su carrera. Allí está David Niven, un militar retirado, con porte espléndido y secretos abominables. También, el apuesto escritor falto de ideas y amante de la botella, Burt Lancaster en un papel a medida (en realidad, todos los papeles parecen hechos a su medida), que se encuentra de pronto con la mujer a la que un día amó y que desequilibra lo poco que le queda en su vida, nada menos que Rita Hayworth vestida por Edith Head expresamente. Y hay también una señora comprensiva y nada pacata. Y un profesor muy sabio que se enfada cuando alguien cita mal a Horacio o confunde el latín con el griego.
La vida tranquila en la superficie (en el interior hay tantas pasiones como en cualquier otro sitio) se tambalea con una noticia del periódico que lee quien no debe leerla. Eso hará que el conflicto surja y que todos y cada uno tengan que tomar partido. Y no siempre como resultaría obvio. Un gran argumento para una película sólida, que te emociona y te interesa a partes iguales. Nada hay como el cine para sacarte de tu realidad y conducirte, con esa mano firme de la ilusión, hacia otro ambiente, en el que pasan cosas que te remueven sin remedio. Qué gran cosa es el cine, qué maravilla es el cine clásico.
A David Niven le dieron el Oscar al mejor actor, pero también podría habérselo llevado Lancaster, un actor al que hay que seguir de cerca para conocer su versatilidad y su talento, inmenso, acompañado por un físico espectacular. Aquí borda su papel de escritor destrozado, de desarraigado y de, al tiempo, hombre enamorado sin poderlo evitar. Lo mismo que Rita Hayworth, mucho más creíble que en sus papeles de vampiresa, haciendo de una mujer que necesita que alguien la guíe bastante más de lo que parece. Igual que Deborah Kerr en ese extrañísimo papel de mujer que no ha conocido el amor, ni el sexo por supuesto, y que teme a su madre tanto que no es capaz de conocerse a sí misma. Lo dicho, una obra maestra con un traveling inicial y otro final que, por sí mismos, ya merecen la pena.