El hogar perdido
(Henry Sutton Palmer. A cottage garden)
Solo quien ha perdido la casa de su infancia puede entender el sentimiento de Anne Elliot al tener que dejar Kellynch Hall. Y no se trata de comodidades, de lujos o de posesiones. No. Es algo más íntimo y más duradero. Es la pérdida del tiempo vivido, de los recuerdos asociados, de las personas que han compartido esos espacios. Un sentimiento que está en relación con el que siente Jane Austen al dejar Steventon. Sin consultar con nadie, George Austen, el padre, decidió al jubilarse de su puesto como pastor (dejaría el beneficio eclesiástico a uno de sus hijos), que la familia se marcharía a vivir a Bath. En ese momento solo quedan en casa, además de los padres, las dos hijas: Cassandra y Jane. Ninguna fue consultada al respecto. Algo probablemente usual en esos años. El caso es que para Jane al menos la noticia fue demoledora. Tuvo que dejar atrás su entorno más querido y también sus muebles y enseres, que fueron vendidos, porque no era cuestión de llevarlos en el traslado. La suponemos guardando en sus baúles sus cuadernos, cuartillas y útiles de escribir, a modo de superviviente tesoro del pasado.
Una pérdida que la persiguió toda la vida hasta que tuvo la conciencia exacta de que nunca tendría un lugar propio. La prueba evidente de este trastorno en su existencia es que no logró escribir en Bath nada que pudiera llamarse escritura. Aparte de las cartas, no se conocen textos escritos en los años en que vivió allí, hasta la muerte de su padre, momento en que comenzó otro peregrinaje antes de asentarse definitivamente en Chawton Cottage, la casita de campo anexa a Chawton Hall, por generoso ofrecimiento de uno de sus hermanos.
Esa reivindicación que hace Virginia Woolf de una habitación propia no solo es un deseo de la mujer que escribe, sino de las personas en general. Perder la casa es perder la infancia. Perder la infancia es perderse. Este tema aparece en muchas ocasiones dentro de la obra de Austen. El apego a las casas y a los entornos está a modo de nostalgia y a modo de ruptura. Emma no quiere dejar su casa y se mantiene allí incluso después de su boda. Para Elizabeth Bennet, la distancia entre la nueva casa de Charlotte Lucas y Meryton, unos ochenta kilómetros, es enorme y difícil de salvar. También en Emma se hace alusión al espacio que separa a la nueva señora Weston con respecto a la casa de los Woodhouse, donde ha vivido tantos años como institutriz. A pesar de que las novelas de Austen no tienen esas prolijas y pesadas descripciones de los muebles o los edificios, el amor por la casa está muy presente.
En la primera de sus grandes obras, Sentido y Sensibilidad, el abandono de la casa familiar con la muerte del padre es el inicio de los grandes cambios, del desarraigo emocional de las hermanas Dashwood. Pero las tres, Elinor, Marianne y Margaret, sienten que, al marcharse, una parte de ellas queda atrás, no exactamente en la casa habitando con su hermano y su desagradable esposa, Fanny, de soltera Ferrars, sino en el aire, levitando, inexistente, perdida.
En Persuasión, escrita ya en la madurez de su vida, próxima al final, la novela más reflexiva y triste de las que escribió, la casa es el icono, el lugar al que Anne desea volver, el sitio en el que ella misma adquiere su sentido. Ninguna de las casas de alquiler en Bath posee el alma, el secreto contenido en Kellynch Hall. Por eso es innecesario esmerarse en que tengan dos o tres salones, ya que nunca responderán a lo que desea. Podría decirse que el apego a las casas de los personajes de Austen es mayor incluso que el que muestran a las personas. Pero es que la naturaleza humana, a su juicio, y siguiendo lo que había aprendido del doctor Johnson, dejaba mucho que desear y quizá lo inanimado, sobre todo el paisaje como elemento central de la visión de los seres humanos, era mucho más fiel a los recuerdos que cualquier otra cosa. Es el paisaje lo que añora Jane Austen y no los objetos.
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