Diarios
Hay un extraño placer en comenzar un cuaderno. Hojas blancas y dispuestas a recibir tus confidencias. Sé que no soy la única. Conozco a mucha gente que colecciona cuadernos y que los rellena de escritura. Escribir a mano es una sensación maravillosa. Hacer listas, esquemas, anotar cosas pendientes, pensamientos inmediatos, penas, números de teléfono, claves, una frase que no quieres olvidar... Se podría construir una vida a través de los cuadernos. Seguir el hilo de los amigos y de los amores. Las conversaciones en las casapuertas o en las azoteas. Los encuentros en la calle Real y los malentendidos que te separaron de alguna gente que fue importante en su día. Los enfados y las quejas. Las malas artes, la envidia. Esas horas frente a los libros que no siempre decían lo que querías leer.
La primera página contiene siempre la fecha, el sitio, algún dibujo que añades a pesar de que no sabes dibujar, también una frase importante, quizá un nombre. Y, a partir de ahí, como un torrente, se van desbrozando las ideas y se congelan para quedarse allí escritas, para siempre, inamovibles. En todos los colores del rotulador, azul, verde, rojo, marrón, rosa, naranja. Los colores que terminan rodeando las páginas como si fueran un cerco imposible de vadear, una defensa ante el exterior. Por eso los cuadernos se guardan en estanterías con puertas de cristal, o en cajas de cartón enormes que se colocan, ordenadas, sobre algunos altillos. Hay tantos cuadernos que es imposible saber dónde están todos. Pero ellos tienen la misión de recoger lo que fuiste y lo que eres. Sin engaños.
Hubo una fiesta preciosa a la que asististe con un vestido malva que tenía los tirantes muy finitos y en forma de trenza. Llevabas unos zapatos de tacón violeta y un chal de seda lila, como si tuviera el color de los lirios. La fiesta era en Mallorca, en un lugar que parecía de ensueño, un hotel junto al mar y una música que invitaba al beso. Aquel chico era el chico de entonces porque cada época tenía el suyo, todas las épocas estaban ocupados por el nombre de un chico. Podría saltar de uno a otro, como las piedras que comunican la orilla con una isla en el centro del mar. La historia, con sus añadidos de imaginación o quizá de deseo, se escribió en uno de esos cuadernos y al lado, una foto de los dos, él con los ojos tremendamente azules y tú con los labios preciosamente fucsias. Todo al rosa.
Algunos cuadernos desaparecieron. Son los que recogen el mal momento del desamor, del engaño, de la pérdida, de la decepción. Esos los escribes compulsivamente, sin compasión, rellenando sin pensar apenas hoja tras hoja, muchas de las cuales terminan húmedas porque las lágrimas acompañan tamaño desahogo. Al terminar, bastante de esa pena se ha ido por el sumidero y queda el poso, el que nunca se marcha, el que se queda. Y luego, pasados unos días, vuelves a abrirlos y te ahoga el deseo de que aquello desaparezca. Así que los destrozas página a página, trozo a trozo, y lo tiras todo a la basura como un símbolo de que aquello que contaste también tiene que desaparecer. Son los cuadernos-medicina.
Algunas de las historias que has ido conservando a lo largo del tiempo fueron antes que nada unas palabras de cuaderno. Se escribieron en un momento dado porque algo te lo inspiró o porque lo imaginaste. Ya no recuerdas la causa, quizá tampoco el día ni el porqué. Pero las palabras siguen ahí, intactas y forman una historia. Los cuadernos que contienen historias son el mayor lujo. Son los que, de verdad, justifican su existencia. Cuadernos que son libros que nunca se han publicado pero que cuentan lo que existe en tu imaginación, en alguna parte, en ti misma.
Hubo una fiesta preciosa a la que asististe con un vestido malva que tenía los tirantes muy finitos y en forma de trenza. Llevabas unos zapatos de tacón violeta y un chal de seda lila, como si tuviera el color de los lirios. La fiesta era en Mallorca, en un lugar que parecía de ensueño, un hotel junto al mar y una música que invitaba al beso. Aquel chico era el chico de entonces porque cada época tenía el suyo, todas las épocas estaban ocupados por el nombre de un chico. Podría saltar de uno a otro, como las piedras que comunican la orilla con una isla en el centro del mar. La historia, con sus añadidos de imaginación o quizá de deseo, se escribió en uno de esos cuadernos y al lado, una foto de los dos, él con los ojos tremendamente azules y tú con los labios preciosamente fucsias. Todo al rosa.
Algunos cuadernos desaparecieron. Son los que recogen el mal momento del desamor, del engaño, de la pérdida, de la decepción. Esos los escribes compulsivamente, sin compasión, rellenando sin pensar apenas hoja tras hoja, muchas de las cuales terminan húmedas porque las lágrimas acompañan tamaño desahogo. Al terminar, bastante de esa pena se ha ido por el sumidero y queda el poso, el que nunca se marcha, el que se queda. Y luego, pasados unos días, vuelves a abrirlos y te ahoga el deseo de que aquello desaparezca. Así que los destrozas página a página, trozo a trozo, y lo tiras todo a la basura como un símbolo de que aquello que contaste también tiene que desaparecer. Son los cuadernos-medicina.
Algunas de las historias que has ido conservando a lo largo del tiempo fueron antes que nada unas palabras de cuaderno. Se escribieron en un momento dado porque algo te lo inspiró o porque lo imaginaste. Ya no recuerdas la causa, quizá tampoco el día ni el porqué. Pero las palabras siguen ahí, intactas y forman una historia. Los cuadernos que contienen historias son el mayor lujo. Son los que, de verdad, justifican su existencia. Cuadernos que son libros que nunca se han publicado pero que cuentan lo que existe en tu imaginación, en alguna parte, en ti misma.
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