Amarillo Vogue
La modelo Joanna McCormick aparece en la portada de julio de 1957 de la revista "Vogue". Las portadas de "Vogue" son la historia de la moda, del gusto femenino, de la emocionalidad, del sentimiento de la mujer. Mucho más que cualquier otra manifestación, a veces mucho más que cualquier libro. Todas las portadas llevan un mensaje y es un mensaje que no siempre se descifra. Sobre todo, llevan una intención, un anuncio. La mujer de la portada amarilla de julio de 1957 despliega la placidez elegante del verano de la Costa Azul. No el verano de las playas atestadas, de los paseos marítimos llenos de gente sin nombre. No. Ella es esa mujer que solo se cruza en nuestra vida una vez. Es la oportunidad que puede que nunca aparezca. Nosotras mismas, quizá en alguna ocasión podríamos haber sido esa mujer, con su pulcra sortija de perlas blancas, con sus pendientes a juego, con sus labios y sus uñas rojas, con su maravilloso sombrero orlado de lazos y mariposas. Es la mujer que lanza su mirada cálida y desconcertada. Es la mujer del suave maquillaje, del beso amanecido. La mujer que cualquiera llevaría de su brazo. La mujer que no eres. Ni serás nunca.
La mujer del abrigo amarillo, la que aparece en la portada de enero de 1956, tiene una recatada melena, unos guantes blancos a juego con el vestido y el bolso, unas gafas de sol y, sobre todo, un gesto displicente, una actitud propia, un deseo de ser ella misma, de lanzarse al mundo con su presencia, con su contenido exacto, con su forma de ser. Es una mujer valiente, que no teme a miradas ajenas, que observa sin exagerar, que cumple con su papel sin querer ser ostentosa. Es la mujer de la fuerza, de la inteligencia y de la ingenuidad convertida en certeza. Es una mujer que todas quisiéramos ser, una mujer que cualquiera miraría por la calle, una mujer entera, digna, convencida, atrapada solo en sí misma y, aún así, dispuesta a todo. Es la mujer que todas quisiéramos llevar dentro, aunque nuestro exterior sea diferente. Esa disposición, esa rectitud, esa verdadera realidad que, no nos engañemos, está ahí y no sale porque tenemos miedo. Esta mujer no tiene miedo a nada.
Antes de eso, en 1950, el verano se anunciaba con una sombrilla que tenía los colores del sol. Entonces la mujer se ocultaba detrás de ella y solo podíamos acceder a una parte de su mirada enigmática, al esplendor de los brazos y al gesto pícaro de la boca. Ella no quería ser vista, pero tampoco ocultarse, en ese doble juego del sí y el no que convierte la portada en un rompecabezas. En cualquier playa, en cualquier escenario, podía aparecer una historia que merecía la pena vivirse y escribirse y que, siempre, siempre, terminaba coloreando de amarillo las sombras del día. El invierno no tenía razón de ser y todo parecía convertirse en una estupenda rueda giratoria en la que las manos y los pies se entrelazaban para bailar al ritmo de la música de moda. Todo era música y la sombrilla se agitaba airosa, en las orillas, en la arena cambiante y con el flujo de las mareas, pleamar y bajamar, siempre el mismo son, la misma duda.
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