Con ellas: Norah Jones, Lucia Berlin, Nina Leen


(Foto: Nina Leen para Life)

Desayuno leyendo a Lucia Berlin. Dice su hijo Mark que fue una estupenda madre, que andaba de una cosa a otra pero que ellos, sus cuatro hijos, fueron felices. Todas las madres deseamos que nuestros hijos sientan que somos especiales, o, al menos, buenas. La bondad me preocupa mucho últimamente. La gente mala asusta, a mí me asusta. No quiero que la maldad se instale cerca de mí, ni la insidia ni la manipulación. Por eso leo a Lucia Berlin, como un seguro contra la mezquindad de los mediocres. Y la mañana se llena de música y ahí está, como otros días desde hace algunos, Norah Jones que es la única persona a la que escucho cantar porque lo demás no encaja en la vida que ahora deseo tener. Hay que escoger cierta parte de la vida, al menos la que te pertenece de forma íntima. Escucho "Sunrise" y la canturreo, a mi manera, con mi inglés poco académico, así que más bien la tarareo, como si fuera una niña en el colegio y la maestra entonara, por vez primera, un villancico inglés. 

Lucia Berlin escribía de cosas que vivía, pero lo sustantivo no era su vida sino su capacidad para escribir. La gente que escribe lo hace de cualquier cosa, tenga una vida interesante o rutinaria, tenga amores o desengaños, tenga familia o esté sola. Así, en los páramos, escribían las Brontë y creaban personajes atormentados que ellas no conocieron siquiera. Así, en la verde presencia de Steventon o Chawton, escribía Jane Austen y no necesitaba conocer a miles de Darcys para entender el secreto de la atracción física y del encuentro de los ingenios. Los escritores tienen las historias en la mente y tienen que sentarse, en medio del desayuno, para escribirlas como sea, antes de que se les olvide, incluso en servilletas de papel, como hacía con Harry Potter su autora, J. K. Rowling, a la que ninguna editorial quería publicar porque decían que aquello era infumable. Benditos ellos y su poderosa intuición. 

Norah Jones canta en directo y las imágenes de Nina Leen, esas mujeres extraordinarias llenas de encanto, salpican las pantallas y aparecen por aquí como si fuera un lugar tan glamouroso que pudiera llenarse de citas de actores y actrices en la Meca del cine o, mejor aún, en Montecarlo, ese pueblo costero plagado de recuerdos al que ya no va nadie desde que Max de Winter volvió a Manderley. 

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