Montmartre, por favor
Nadie está solo si se sienta en Montmartre y abre un libro. En cualquiera de sus cafés de color rosa puede encontrarse el motivo para descubrirse. Estoy aquí, he venido y sé que ahora esta paz me rebosa. Todas las mesas se llenan de libros y personas. Y las ventanas verdes de madera se abren por tiempo indefinido. Nadie sabe cuándo se cerrarán, nadie lo sabe. No hay fechas, ni anuncios, ni aviones que sobrevuelan, ni huelga de pilotos. El suelo está hecho a base de paciencia. Legiones romanas cruzaron las calles y colgaron de cada casa un refrán. Están todos convertidos en sentencias imposibles.
Acuérdate de aquellos días. Era septiembre. Un septiembre más crepuscular, con horas más tardías y sueños más tempranos. Ese vestido a rayas y ese sombrero gris, con el tono de la perla natural que solo se encuentra en las islas más griegas. Acuérdate de las miradas. Tersas miradas sin ocultaciones. Miradas que esbozaban sonrisas. Gente que nos miraba. Nos mirábamos. Recuérdalo. Era septiembre y la calle ardía. Todo se convertía en el trasunto del amor iniciado. Éramos y teníamos el tiempo por delante, eso que llaman vida, que pasa tan deprisa aunque no nos fiemos y se hagan tan eternos los trece años.
La cámara tenía trabajo por hacer. A cada instante sonaba su zumbido. Lanzaba fotos con esa reverencia de quien halla un motivo para captar todas aquellas cosas que el pasar de las horas hace lumbre. Nadie se siente solo si está en Montmartre una tarde del noveno mes, viendo pasar a las legio romanas, sintiendo que las cosas se ajustan a los sueños y captando en mil imágenes esa mirada tuya.
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