Amores que no matan (I)
Míralo. Es el chico más guapo de la reunión. De la boda. Y eso que la gente va tan compuesta, tan de fiesta, que resulta difícil destacar. Pero él ha destacado siempre. Por eso nunca me ha hecho ningún caso. Cuando yo era una niña de ocho o nueve años ya moceaba y todas las tías y las primas comentaban esa belleza única. Los ojos verdosos con un fondo de color miel, que los hacían más dulces e inexpertos. Las manos, grandes pero con la tibieza de quien sabe acariciar sin esperas. El cuerpo, ágil, gentil, alto, dispuesto. Un pelo echado hacia atrás pero no lacio, sino con ese suave ondulado que en esta tierra se agradece tanto. Y la risa, oh la risa. Una manera de fruncir los labios como si fuera a darte un beso. Es el chico más guapo de la reunión. Lo dicen todas. Y hoy viene especialmente atractivo. Con un traje que le sienta tan bien. Y esa camisa blanca que hace brillar sus ojos, y los gemelos, impolutos, y el pantalón que le queda perfecto como casi todo. Es tan hermoso que parece un dios, un artista de cine, un gladiador romano, un navegante de mares ardorosos. Por eso nunca se ha dignado fijarse en mí, una niña sin más, una niña rodeada de libros, que no podría competir nunca con las chicas despiertas, algunas con pamela en horario de tarde.
Pero hoy todo va a ser distinto. Lo presiento. Esos ojos se han detenido en mi. Dicen que el negro no es un color de bodas, pero yo he decidido venir de negro, la piel dorada por el sol, unos pendientes largos de cristal que se mueven en zigzag como una interrogación. Y un suave mantón de Manila color crema que cae sobre los hombros sin cubrirlos. Y esos zapatos de afilado tacón que consigue moverte así, de un lado a otro, moviendo el trasero como si recorrieras el malecón de La Habana. Todo va a ser distinto, lo presiento. Esos ojos verdosos con un fondo de miel se han parado en los míos. Me ha tomado una mano y, a punto de besarme castamente ha dicho una palabra, tan solo una palabra, una palabra única, una palabra entera, una palabra sola. Preciosa. Después ha seguido mirándome. Ha seguido buscándome los ojos. Ha seguido soñando con mi boca. Ha seguido inventando mi cintura. Ha seguido preguntando sin ninguna pregunta ¿dónde te habías metido? ¿Por qué tardaste tanto en llegar hasta mí?
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