Periodismo low cost


Aprendí a leer leyendo el periódico. No porque fuera una inmigrante, como esa señora Smith de "El cuarto poder", sino por la sencilla repetición de un rito: todos los días mi padre llegaba a casa con el periódico. Todos los viernes traía también un semanario local. Y todos los sábados, además, las revistas que a mi madre le gustaban, muchos tebeos para nosotros y los libros y suplementos que el periódico solía acompañar a su edición de los fines de semana. 

El momento de su llegada era glorioso. Nos abalanzábamos sobre él y repartíamos las hojas del periódico, haciendo apresurados turnos. Cuando pude conseguirlo, pasar las páginas del periódico la primera, sin que nadie tuviera ese privilegio antes que yo, me parecía la gloria. Todo esto quiere decir que nos hemos criado en la creencia de la que la prensa era confiable, que tenía la voz que nosotros no podíamos alzar y que nos representaba de algún modo.


Al crecer, los debates y discusiones en torno a las noticias y a los acontecimientos eran una constante en mi casa familiar. Comenzaban los fines de semana después del desayuno, que se prolongaba en una confortable sobremesa, y las opiniones eran a veces tan dispares que no todo se producía en un ambiente tranquilo, más bien lo contrario. Pero era la prensa el punto de partida, las noticias, opiniones, ideas, informaciones, nuestro sustento. 

Desde ahí dimos el salto a la literatura pero nunca dejamos atrás ese hábito diario de leer el periódico, de bucear en la actualidad a través de esos intermediarios, los periodistas, en los que creíamos y en los que depositábamos una confianza que los hacía cercanos y capaces. Algunos editoriales impactantes, el nacimiento de periódicos nuevos, los hitos informativos, todo eso se desmenuzaba y nos convirtió a los hermanos, a los nueve, en personas críticas, originales y con criterio. Esa enseñanza fue fundamental para nuestras vidas. 



Como cinéfilos que éramos, herencia familiar también, nos adentramos en el género periodístico llevado al cine y ahí pudimos entender algunos entresijos, ese apartado épico que define a la profesión cuando defiende la verdad. Mitificamos la prensa a través de algunos periodistas que no dudaron en dar la cara en los malos momentos. Así llegamos a gente como Chaves Nogales y a Émile Zola, cada uno de ellos por motivos diversos. El periodismo nos había ganado para su causa. Y nada hacía pensar que fuéramos a abandonarla. 

Hasta ahora. 


Ya no leemos periódicos con la convicción de que ahí están algunas verdades. Nos alejamos cada vez más de los periodistas, vendidos al mejor postor, cobardes, ausentes, callados o revueltos, azuzando a las masas en lugar de repartir serenidad y mesura. Ya no somos lectores de periódicos, nos han expulsado de los medios, nos han condenado al silencio informativo porque ya no hay quien escriba nada que nos interesa, nos conmueva, nos emocione. Porque no hay verdades, sino posverdades. Porque no hay literatura de prensa, sino frases hechas. Porque no hay sorpresa, sino afirmaciones continuas. Porque todos llevan el carnet en la frente y la idea en el bolsillo. Nos han echado después de tantos años. Nuestros hijos observan esa desafección y han dejado también de creer. Es un periodismo barato, un periodismo low cost sin estilo, sin categoría, sin autenticidad, sin valentía, sin valores. No os creo a ninguno, no os creemos, no nos decís nada que nos sirva. Nos habéis decepcionado. 

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