Ese hombre
(Fotografía: Vivian Maier)
Tenía una sincera elegancia, heredada de su padre, que
convertía en lujo lo sencillo; en discreción el gesto y en interesante la
palabra. Se movía de una forma única, porque, al igual que Gary Cooper, siempre
estuvo solo ante el peligro. El pelo conservó siempre su color oscuro, su fino
movimiento que lo asemejaba a un cantante de jazz. Y las manos, con esa
habilidad para lo amplio y lo complejo, fueron su santo y seña, el mayor
recuerdo, la esencia, en realidad.
Soñaba con andar a su paso por la calle, plagada de piedras
que resultaban molestas y había que saltar con cuidado de no caerse. Soñaba con
recorrer la distancia que separaba la casa del garaje y con encontrarlo a la
puerta del colegio, apoyado en el coche y con el aire de bienvenida que abría
el sendero de la gloria. Más veces lo atisbó en la estación, esperando. Cuando
el tren llegaba y se paraba, él se movía y levantaba la mano, sutil, tranquilo,
aunque solo en apariencia. Los días que ella dormía en casa respiraba, aunque
el descanso no se escribió para él.
Nunca le preguntó las cosas que hoy quisiera haber conocido.
Nunca le contó las confidencias que hoy escuchan quienes no saben entenderlas.
Nunca prestó demasiada atención a sus historias antiguas. Por eso, cuando
murió, no solo se marchó su presencia, también su huella, su paso, su latido,
su antaño y su futuro. Alguien debería advertirnos de que la infancia, con su
descomunal ignorancia de las cosas; y la adolescencia, con su absurda
introspección, nunca deberían ignorar que la verdadera orfandad es la de los
recuerdos imposibles.
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